El mundo es del ratón Mickey
Si fuiste a ver una película este año a una multisala, las posibilidades de que le hayas dado plata a Disney son abismantes. Marvel, Pixar y Star Wars: tres marcas que nadie junta en la cabeza y que en verdad son subsidiarias del imperio comercial más importante que haya existido en la cultura desde los '50.

La semana pasada Netflix hizo noticia en los medios financieros por un logro que no es menor: el valor de sus acciones en el mercado bursátil superaron, por primera vez, a las del conglomerado de Disney. Algunos se apresuraron a decir que el cambio era sísmico y que Disney venía en picada. Sin embargo, ningún imperio cae en un día. Menos uno que tiene ramificaciones tan extendidas como invisibles.
Alguien puede sentir curiosidad por la abundancia de películas del universo Star Wars que hemos tenido en los últimos años. Pasó una década entre La Venganza del Sith y El Despertar de la Fuerza, y ahora hemos tenido cuatro títulos de la saga jedi a razón de uno por año. El motivo es que hasta el 2012 los personajes de Star Wars eran propiedad de su creador George Lucas y él hacía películas al ritmo que se le antojaba. Pero ese año Lucasfilm fue adquirida por Disney en más de 4.000 millones de dólares y el tono cambió. Algunos dicen que para bien (¿qué fanático de una saga no quiere la mayor cantidad de contenido posible al respecto?) y otros dicen que para mal.
Disney es dueña de las películas Marvel, el estudio Pixar y Star Wars. Sin contar, claro, los propios filmes y series oficiales de la marca. Si llevan a sus hijos al cine este año, es muy probable que terminen dándole su dinero a Disney. Lo que no es necesariamente malo: todos tenemos que comer, incluso el ratón Mickey.
Y es Mickey, por cierto, un emblema del monstruo expansivo que ha llegado a ser su casa productora. Era el mejor chiste de la película animada de Los Simpson (2007): Bart se asomaba con un sostén en su cabeza simulando las orejas del ratón y decía con voz pituda: "Soy la mascota de una perversa corporación".
Mickey Mouse (creado para el cine en 1928) ya había perdido gran parte de su identidad de clase en 1955, el año que se abrió el primer parque Disneylandia. De ser un ratón proletario, C3, obreril, que vestía un pantalón corto de operario y que silbaba conduciendo una barcaza, había llegado a ser un ratón pequeñoburgués, habitante de cómodas casas suburbanas y amigo de dar paseos con su perro Pluto por una ciudad que solía ser perfecta, limpia y vecinal.
Esa imagen urbana de las historietas clásicas de Disney (que en Chile se editaron hasta bien entrados los años '80) no era casualidad. Se supone que Walt Disney, santo patrono capitalista, concibió la idea de Disneylandia el día que llevó a sus hijas a un parque en Los Angeles y se disgustó al ver que las niñas debían compartir el espacio con borrachos, mendigos, adolescentes vagos y artistas callejeros. En el fondo, a Walt le molestaba el concepto de espacio público. Entonces concibió Disneylandia. Un lugar que se asemejaría a un espacio público, pero que estaría determinado por dos factores: había que pagar para entrar y la dinámica y reglas internas del lugar estarían organizadas en torno a franquicias del estudio.
Lo que hizo Disney, en el fondo, fue extender la experiencia cinematográfica fuera de la sala. En ese sentido, sí es uno de los grandes visionarios del siglo XX. Concibió la experiencia inmersiva antes de que hubiera tecnología para acuñar ese concepto.
Sin embargo, la verdadera conexión de los sueños del viejo Walt con el Disney 2018 radica en otro elemento: desde su primera versión, Disneylandia tuvo secciones, barrios, reinos distintos. En el plano original estaban los reinos de Tomorrowland, Adventureland, Frontierland y Fantasyland. Eran los mundos conectados de la serie Westworld sesenta años antes de HBO.
¿Y por qué hacer mundos aparte? Según decía Disney a sus empleados, Disneylandia era un lugar que haría sentir a todo el mundo especial. Que le haría sentir a cada visitante que su experiencia era única. Incluso, elucubraba Walt, sería interesante que cada sección del parque tuviera fanáticos agrupados en clanes o casas (esto derivó más tarde en ideas como el Club Disney) y que esos fanáticos debatieran por cuál de las secciones era superior a la otra.
Este es un buen punto a considerar: todos hemos visto, en redes sociales o en la prensa, notas sobre la actual cultura nerd, diseñada a imagen y semejanza de las barras deportivas. Una cultura de fanatismo que se define por la oposición: los chicos Star Wars versus los chicos Star Trek, Marvel vs DC Comics, Pixar vs Dreamworks, etcétera y etcétera.
Esos enfrentamientos no son naturales al goce de la cultura popular. Son digitados desde afuera. Más aún: son parte esencial de los planes de marketing. Walt Disney pudo haber sido un viejo ñoño y un tipo con demasiado amor por los animalitos cantores, pero sí fue capaz de ver el futuro que sus parques temáticos prometían: la única manera de hacer que tus clientes vuelvan una y otra vez a consumir lo que les vendes es disfrazando ese consumo de pasión deportiva.
Disney está por lanzar su propio servicio de streaming, que será competencia directa de Netflix. Se supone que en ese servicio estará disponible no sólo su amplia biblioteca de clásicos, desde Pinocho hasta El Rey León, sino que además será el lugar donde encontraremos regularmente todo el contenido nuevo de los estudios y productoras satélites del imperio. Cuando eso suceda, como dice Borges en uno de sus cuentos más famosos, el mundo será Tlön. El mundo será Disney. La gran mayoría de la ficción que nos ofrecerá el mercado vendrá desde el Reino Mágico. Que sea un imperio cuya idea original siempre fue dirigirse a los niños (porque los adultos supuestamente querían consumir ficciones adultas) ya no debería incomodar a nadie.
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