Cumplir 18 en un hogar de niños
Pocos saben que hay más de mil adultos que viven en los hogares de protección de menores. Llegaron siendo niños y se quedaron porque están estudiando o porque tienen algún tipo de discapacidad. La mayoría tiene algo en común: no cuentan con nadie afuera que pueda apoyarlos.
En el hogar San Ricardo de Batuco, es más probable que un niño muera a que se vaya. La institución, colaboradora del Servicio Nacional de Menores (Sename) recibe a niños con discapacidad mental profunda, que han sido maltratados o abandonados.
Pese a que los encargados del hogar San Ricardo siguen llamándolos niños, tres de cada cuatro del total de 143 residentes tiene más de 18 años. El mayor tiene 64 y llegó en 1967, cuando Frei Montalva era presidente. “Sabemos que si alguien entra, es muy difícil que vuelva a salir”, dice Claudia Erazo, asistente social de la residencia.
En general los Centros Residenciales de Protección para menores reciben personas de entre seis y 18 años que han sido maltratados, violentados o que el Estado determinó que no están bien cuidados por sus padres. Las políticas públicas buscan que su permanencia sea lo más breve y la última opción, y la mayoría de quienes entran se va antes de cumplir la mayoría de edad, ya sea porque se logró restablecer la relación con la familia o porque se fugan.
Pero hay otros que se van quedando. Actualmente hay 1.131 mayores de 18 años que viven en hogares del Sename. De ellos, 854 tienen alguna discapacidad.
“En muchos casos, los cuidados que necesitan son costosos. Si faltan recursos, es difícil egresarlo. Con qué condiciones sale un joven que requiere, por ejemplo, una cama especial, una sonda para comer o cualquier atención cara. Puede correr riesgo su vida”, dice Arturo Klenner, juez encargado del centro de medidas cautelares de los Tribunales de Familia de Santiago, institución que, hasta los 18 años, decide el destino de estos menores.
Incluso a aquellos que leen, siguen normas y pueden trabajar les cuesta irse de un hogar de menores. “Hay pocos familiares que aceptan el desafío”, dice Gustavo Rosende, subdirector de Hogar Casa de Caridad Don Orione y por eso explica que de las 76 mujeres residentes, hay 30 mayores de 18 años, cinco de las cuales han hecho su vida ahí. “No me gusta vivir acá, pero me gusta tener comida, una cama, agua caliente. Tenemos todo y no nos falta nada”, dice Juanita, de 23 años, que llegó a los siete.
Marcela Labraña, directora de Sename, le mostró recientemente esas cifras al Consejo para la Infancia. “No lo podían creer. Con la subvención de Sename atendemos una persona de 50 años, y tenemos cientos de casos así. Es un alto costo. Son recursos que se podrían usar para los niños”, dice. Lo más grave es que esos hogares no están capacitados para darles la atención especializada que requieren y ofrecerles oportunidades para su desarrollo, por tanto, se han iniciado conversaciones con el Servicio Nacional de Discapacitados (Senadis) para que se haga cargo. “Ser discapacitado en un hogar de menores es como la vulneración de la vulneración. Si las políticas en general no dan, menos para los discapacitados”, dice Gloria Negroni, jueza del Tercer Juzgado de Familia de Santiago.
La nueva Política Nacional de Niñez y Adolescencia, enviada al Congreso la semana pasada, aspira a que los jóvenes con discapacidad cuenten con “garantías reforzadas para tener participación plena en la sociedad”, dice Paula Bustamante, abogada del Consejo de la Infancia. Sin embargo, agrega, que el caso de los niños con discapacidad que llegan al Sename y se convierten en adultos es “una situación histórica en la institución (…). El Estado se va a hacer cargo de ellos, pero no hay claridad aún respecto de qué servicio debiese hacerlo”, dice.
Los otros adultos
Tamara Concha (18) está en cuarto medio técnico de gastronomía y vive en el Hogar Nazareth de la Fundación Padre Semería. A medida que se acerca el fin de año la presión por escoger una carrera aumenta. Algo que le pasa a muchas niñas de su edad, pero en su caso hay más en juego.
Cuando una persona cumple 18 años en un hogar, deja de ser competencia de los tribunales de familia y, por lo tanto, según la jueza Negroni, si se queda en la institución “es más bien por un tema administrativo del hogar”.
El problema es que “si a esa edad todavía están en el hogar es porque ya se hizo el trabajo de buscar un adulto que pueda quedarse con ellos y no se encontró a nadie. No se puede dejar a una persona sola por ser mayor de edad con todas las dificultades que tuvo en su vida. Para nosotros la idea es que, mínimo, terminen cuarto medio”, dice Antonio Gana, presidente de la Fundación Padre Semería.
En promedio, según el Sename, estos jóvenes ingresaron a los 14 años, la intervención con la familia no dio resultados y la adopción es una posibilidad muy difícil a esa etapa.
Pero, explica Francisco Estrada, abogado especializado en derecho de infancia y ex director del Sename, en el sistema “hay una presión fuerte para ingresar otro niño, que sí es menor de edad, para que ocupe la plaza” y por ende los jóvenes mayores se tienen que ir.
La excepción son quienes están estudiando, ya que la ley establece que el Sename les debe seguir entregando una subvención a las instituciones que acogen a los estudiantes hasta que cumplan 24 años. Actualmente los que siguen ese camino son los menos. En total hay 277 adultos sin discapacidades que viven en el Sename. De ellos, 175 están terminando sus estudios de enseñanza básica o media o ingresaron a la educación superior.
Por eso la presión que siente Tamara no es la de cualquier joven a punto de egresar de cuarto medio. “Para mantenerme adentro, tengo que estudiar, sino pierdo la oportunidad de estar acá y tener un título. Afuera sería complicado estudiar y trabajar”, explica y agrega: “Mis amigas de liceo no tienen mi misma preocupación. ¿Y si me equivoco? ¿Qué consecuencias tendría? No voy a poder sacar a mi hermana de seis años que vive en otro hogar. No quiero que esté toda la vida ahí, tengo que pensar bien qué hacer”.
A su compañera del Hogar Nazareth, Camila Gutiérrez, quien acaba de cumplir 18 años, le pasa algo parecido. Tampoco tiene resuelto qué quiere estudiar y a veces duda en quedarse o irse. “Si me voy no va a haber una mamá o una tía de aquí del hogar. Voy a estar sola, ¿Y cómo sé si lo que haga va a estar bien? Para mí afuera no es un lugar seguro. Me da susto ser impulsiva, mandarme a cambiar y después haberla embarrado y que sea tarde para volver. Esta es una oportunidad. Si me hubiera quedado con mi familia, quizás no estaría ni viva”, dice.
El padre biológico de Gerardo Canio también le ha hablado de las oportunidades. Gerardo llegó a Aldeas Infantiles SOS de Angol a los tres años. Actualmente estudia ingeniería comercial en la Universidad Católica de Temuco, uno de lo 89 jóvenes que están en el Sename en la educación superior. “Mi viejito me dice que él nunca me hubiera podido dar esta posibilidad y que por eso tengo que aprovecharla”.
Sin embargo, seguir estudios es un camino difícil. Entrar a una carrera primero y mantenerse después. Los directores de hogares dicen que significa un trabajo diario de motivación y por eso el juez Klenner explica que “la pregunta quizás no es quién se queda, sino cuántos se fueron”.
Los que se van
Los años más difíciles de Pablina Díaz (21) fueron los que vinieron tras salir del hogar. Tenía 18 años y estaba en tercero medio. “No tenía dónde quedarme porque cuando entramos al hogar mi mamá se olvidó de nosotros”. En dos años estuvo en cuatro casas y sólo se estabilizó cuando conoció a su pololo y se fue a vivir con él y su familia.
El padre Francisco Pereira, director pastoral de María Ayuda, explica que su caso es bastante representativo de lo que ocurre con los jóvenes que se van de los hogares al cumplir 18. Les cuesta conseguir dónde vivir, estudiar o encontrar trabajo.
En 2011 el Sename determinó que había que prepararlos y hoy existe un programa para la vida independiente en las residencias que, por ejemplo, promueve que se pongan al día en el colegio o los ayuda a acceder a programas del Servicio Nacional de Capacitación y Empleo (Sence) para tener un oficio.
El plan está hecho también para personas con alguna discapacidad leve o moderada. Gustavo Rosende, del hogar Casa Caridad Don Orione, explica que a través de esta instancia han podido acceder a talleres laborales. “Hay situaciones exitosas, en que incluso se les abrió una libreta de ahorro y tienen una vivienda”, dice. Ese es el sueño de Javiera (20) que desde los 14 está en el hogar y ha trabajado en supermercado y locales. “Quiero tener mi casa propia, construirla como quiero para empezar una familia”, dice esta joven que tiene una discapacidad intelectual leve.
Por otro lado, les piden que cocinen, laven o planchen, les dan una mesada para que aprendan a gestionar dinero y deben realizar algunos trámites bancarios. “Acá se acostumbran a que les laven, cocinen y planchen. La protección de la residencia puede pasar a ser una sobreprotección que no les permita entrar al mundo”, comenta Labraña.
Pablina dice que no le advirtieron cómo era afuera: “Uno sabe lo difícil que es recién cuando sale. No sabía desde cómo ir al banco hasta los bonos a los que podía postular. Muchos beneficios que me perdí por eso”, explica.
De acuerdo con datos del Sename, en 2014, hubo 544 personas que pasaron por este programa y hay algunos directores que pueden pasar horas contando casos exitosos de egresados que tienen un título universitario. Sin embargo, son muy pocos. Para Matías Orellana, ex egresado de hogar y creador de Ecam (Fundación de Egresados de Casas de Menores), “el tema no es cuáles o cuántos niños se van a ir, sino cómo van a egresar”. Explica que creó esta fundación cuando se dio cuenta de que el Estado no está entregando herramientas que les sirvan a los que salen.
La mayor dificultad es encontrar un buen trabajo. El padre Pereira comenta que dentro de las mujeres los trabajos típicos a los que optan son cajera o reponedora de supermercado, los cuales no tienen mucha proyección. Por eso mismo, explica Antonio Gana, presidente de la Fundación Padre Semería, en los hogares que dirige, dejaron de poner el foco en los talleres de oficios y se enfocaron en la educación.
¿Y ustedes, cómo se imaginan en 10 años más?
-“Me veo en mi casa y diciendo: costó, pero pude”, dice Camila del Hogar Nazareth.
-“Yo aún no me veo”, responde Tamara.
¿Y los jóvenes de la calle?
Julio es un joven de 20 años que fue rescatado por la Fundación Abrazarte y desde hace dos meses vive en una casa de la fundación.
“A los dos años llegué a un hogar de menores porque mi mamá cayó presa. Me arranqué a los 11 porque me maltrataban y porque mi mamá se vino en libertad y quería estar con ella. Llegué al Mapocho porque mi padrastro vivía ahí. Él es medio loco, pero a pesar de todo, nunca me dejó botado.
En la calle se forma una familia, nos apoyamos, nos movilizamos para comer, para cuidarnos. Sobre todo en la noche hay harta gente mala y se pasa frío. Yo robaba para vestirme y para comer, no para hacerle daño a otra persona.
Estuve 18 meses en un centro cerrado. Aprendí a hacer mosaico, trabajos con lana pegada, pirografía, a tocar flauta y violín. Cuando salí estaba emocionado, pero no sabía qué iba a ser de mí, cómo iba a sobrevivir. Ya no quiero robar. Pero qué puedo hacer. Me sé tres canciones en violín: “Yesterday”, “Ojos Azules” y “Luchín”. Pero, ¿de qué me sirve que me hayan enseñado si después vuelvo a la calle sin violín? Si tuviera, tocaría fuera del Metro, pero ¿cómo lo hago si no? A la sociedad no le interesan los jóvenes como yo. Son pocas personas que sí lo hacen.
Ahora un amigo me va a buscar un trabajo en una obra. No me da susto porque soy deportista. En la construcción uno tiene que ser deportista. Más bien estoy emocionado, voy a poder comprar la máquina que quiero para ser tatuador profesional. Ese es mi sueño: ser el mejor dibujante del mundo”.
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