Lateros: una enfermedad social
A diferencia del leproso que era consciente de su condición y usaba una matraca para darle al prójimo la posibilidad de huir, quien 'da la lata' persigue y acosa. Su tragedia es que desconoce la palabra empatía.
Existe un personaje tan abundante como temido, pero ante todo, 100% nacional: el latero. Todos conocen al menos a uno (o a varios) y es probable que la abominación que provoca se deba al terror atávico que la gente siente por el latero oculto que todos llevan dentro. Sabemos que este indeseable se aloja en algún rincón polvoriento de nuestras personalidades y, lo peor, que se puede desatar ante la menor provocación.
Aunque pensándolo mejor, ser latero como condición casi existencial es distinto a "dar la lata", que es lo que a la mayoría ocurre ocasionalmente.
¿Se puede definir a este sujeto?
Difícil, pero no imposible.
La literatura siquiátrica no lo incluye dentro de su manual de patologías, aunque según una profesional del área, muchos de ellos sufren algún tipo de trastorno de ansiedad y/o algún grado de hipertrofia del ego.
Ante todo, un latero es una persona que no logra empatizar con el prójimo, que es incapaz de sintonizar con su entorno y, en consecuencia, puede arruinar hasta el mejor de los panoramas sociales (a pesar de que nunca falta el piadoso que lo soporta hasta el final, cuando ya todos los otros han abandonado el grupo donde el latero se planta).
Y he aquí una clave, porque quien da patológicamente la lata es primero que nada un enfermo social. Es muy difícil, casi imposible, ser latero con uno mismo, aunque el mito urbano habla de un hombre joven que, a falta de semejante por sofocar, comenzó a enviarse a sí mismo desde la oficina e-mails con sus actividades y pensamientos del día para, una vez en la casa, responderse ( a sí mismo). Lo peor de todo es que casi siempre se recriminaba lo aburrido, autorreferente y monotemático que era; lo largo e inoportunos de sus e-mails y su total falta de comprensión e interés por los tiempos e intereses de los demás, incluso por los de él mismo. Acabo suicidándose, no sin antes dejar una carta al juez de 83 carillas tamaño oficio.
Como dijimos, ser latero es una enfermedad social, porque quien la sufre lo hace casi siempre en relación con un otro.
Tal como ocurría con el leproso durante la Edad Media, este personaje es evitado y aislado al máximo. ¿Quién no ha preferido cruzar de calle con tal de no toparse con alguien que, de seguro, nos mantendrá prisionero de sus historias?
Además, al igual que con los enfermos infecciosos, tememos contagiarnos y convertirnos nosotros, a su vez, en parias. Para empeorar las cosas, al menos el leproso era consciente de su condición, usaba una capucha café o gris y advertía de su presencia haciendo sonar una matraca o castañuelas para dar al prójimo la posibilidad de arrancar. El latero, en cambio, no sólo desconoce la autocrítica (no se da cuenta de que da la lata), sino que se convierte en un auténtico perseguidor de su víctima, rondándola y hablándole hasta el infinito, sin ser capaz de advertir el cansancio o el aburrimiento de su interlocutor. Una de sus características más dramáticas es su incapacidad para fluir con el otro, entrar en comunión con el universo. Es un maestro en la falta de sincronía, de ritmo con los demás.
Por favor, que no se entienda que este artículo pretende construir laterías en reemplazo de las leproserías.
Es importante también considerar que es una condición típicamente nacional.
Lo anterior se puede descubrir buceando en los orígenes, en la etimología de la palabra.
Haga la prueba. Primero pregunte a unos compañeros de trabajo provenientes de diferentes lugares de Latinoamérica si acaso en sus países se usa un término específico para describir este tipo de personajes. La respuesta más probable es un "no", algo que no resulta tan sorprendente porque muchos opinan que se trata de un chilenismo.
Además, lo más seguro es que prime el desconcierto. Una compañera de trabajo argentina asegura que al otro lado de la cordillera no existe una designación similar. ¿Será acaso que los transandinos están convencidos de ser todos divertidísimos, lo que explicaría en parte su afición por las eternas y circulares charlas?
Algo parecido ocurre con los mexicanos y venezolanos: no hay especificidad de término.
Hasta que un español explicó que "dar la lata" es efectivamente usado en su patria, pero por gente bastante mayor y, principalmente, de pueblos.
Resulta que según varios diccionarios, "dar la lata" viene de "dar la tabarra" o "dar la murga", una forma peninsular de referirse a quienes tocaban instrumentos de percusión cuando algún viudo o viuda contraía segundas nupcias. En estos festejos, eran infaltables unos personajes tan pintorescos como fastidiosos, cuya función era tocar instrumentos (o cualquier lata a su alcance) como una forma de demostrar felicidad por las nuevas bodas de los veteranos.
El misterio es por qué el resabio de esta acepción caló tan hondo en Chile.
Puede ser que el aislamiento, la escasa vida social y el provincianismo más exacerbado aun en los primeros años de nuestra República, provocaron en sus ciudadanos un miedo abismal al aburrimiento, al tedio, al vacío.
Por eso el latero aquí cobró una impronta propia que es muy difícil de explicar sin el peligro de dar la peor de las murgas.
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