Opinión

Claro y Sutil

Mario Téllez / La Tercera MARIO TELLEZ

Después de las últimas elecciones hemos visto multiplicarse las reacciones de asombro. Se ha extendido una cierta sensación de extravío frente a la idea de no reconocer el país en el que se habita. Esto no tiene que ver únicamente con la votación obtenida por Franco Parisi, sino también con el lugar alcanzado por Evelyn Matthei y con la emergencia de fenómenos como el de Kaiser, aunque no hayan terminado de concretarse.

En medio de este cuadro han surgido lecturas sorprendentes. Por un lado, la columna “Los Matthei y el resto”, de Fernando Claro caricaturiza, con habilidad literaria, a un grupo político presentándolo como una élite desconectada que mira al resto del país desde un balcón impoluto. Esa caricatura, tan eficaz como injusta, está construida desde una distancia cómoda y sin matices. No hubo tal cúpula autosatisfecha mirando al resto por sobre el hombro. Lo que sí hubo fue una disputa legítima de ideas, diferencias estratégicas reales, y sí, errores como los que atraviesa cualquier coalición. Pero convertir eso en un relato épico del “ellos creyeron ser mejores” no es un análisis serio. La columna acusa soberbia desde un tono que roza justamente aquello que critica: un desprecio implícito por quienes piensa distinto y un intento de definir quiénes son los “buenos” y los “malos” del cuento. La política chilena no necesita más púlpitos sino reflexión seria.

Por otra parte, Juan Sutil, entrevistado tras los comicios, explica el buen desempeño de Matthei en los sectores acomodados señalando que “esa gente tiene una mirada más profunda, más racional, mucho más integral de lo que significa resolver los problemas”. Una pieza de antología para estudiar cómo se construyen los abismos políticos. Según esa lógica, existirían ciudadanos profundos, racionales, integrales y otros menos capacitados. Lo que esa afirmación borra de un plumazo es la posibilidad de reconocer que en las comunas populares también se deliberan problemas complejos: cómo llegar a fin de mes, cómo compatibilizar trabajo y cuidados, cómo enfrentar la inseguridad cotidiana o lidiar con servicios públicos precarios. Problemas que, dicho sea de paso, requieren un nivel de racionalidad bastante concreto. Convertir las diferencias electorales en una jerarquía de inteligencia no solo es socialmente condescendiente; es, además, políticamente torpe, porque deslegitima de entrada a la mitad del país al que se supone se quiere convencer.

Ni la columna adversarial ni la declaración desafortunada alcanzan para explicar lo que está ocurriendo. Lo que vemos es más bien la irrupción de un verdadero cisne negro: un fenómeno improbable que nadie parecía haber visto venir y cuyo impacto nos mantiene tratando de descifrar razones. Quizá esta conmoción revela menos sobre la realidad y más sobre nuestra dificultad para leerla. Tendemos a ignorar lo que consideramos improbable, a proyectar el pasado sobre el futuro y a refugiarnos en certezas ya insuficientes.

Desentrañar las razones, los anhelos, las preocupaciones y los sueños de esa gran cantidad de personas que votaron de un modo inesperado exige mucho más análisis, mucha más humildad y, probablemente, un reposo que no se consigue en una semana. De fondo, asoma la crisis de la democracia liberal y de la política tradicional. Y frente a ella, el desafío no parece ser únicamente de eficacia o de gestión, sino —sobre todo— de sentido.

Por María José Naudon, abogada.

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