Opinión

Dos libros sobre la extraña psicología

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La lectura de un libro es un acto personalísimo e íntimo. Difícilmente los sentimientos y reacciones que despierta son comunicables con la intensidad que el lector los percibe. Y claro, contestar a la pregunta “de qué se trata” tal o cual obra, al menos en el caso de este servidor, es altamente irritante. No obstante, y con esa limitación, ciertos autores han producido textos que, cualquiera sea el lenguaje al que se traducen, convierten el ocio en un doloroso placer.

“La picadura de abeja”, de Paul Murray, pertenece al género de aquellas obras cuyos personajes caen en el fatídico vértigo del fracaso. Es una familia irlandesa de clase alta y cinco protagonistas que comparten la angustiosa trama. Imelda, una belleza capturada por los espejos y que alguna vez fue coronada en un pueblo de segunda; Frank, el deportista recio, atractivo, de pocas luces, del que ella se enamora reservando su virginidad para la ceremonia cumbre del amor pero muere trágicamente; Dickie, su hermano, graduado con honores que la desposa mientras en ella perduran los recuerdos, consumando esa pasión que le era ajena; sus dos hijos, Cass y JP, de personalidades famélicas, embobados e ilusos, y Maurice, el patriarca ególatra y frío, fundador de un próspero negocio de automóviles. La crisis económica del 2008 los tironea de modo feroz al fracaso, a un ritmo tan lento y destructivo que empiezan a ser otros; sus individualidades más miserables, miedos profundos, extraña crueldad en que todos quieren vengarse del otro que ayer amaban, hacen de este libro una especial novela de identificación en que el lector algo que le resulta familiar encuentra de sus propias y habitualmente escondidas experiencias de la vida.

En otra dimensión de humanidad devastada, “Carta a mi juez”, de Georges Simenon, está a la altura de una obra extraordinaria. Charles Alavoine cumple una condena de por vida irreversible. En la soledad de su aislamiento, escribe al juez que lo condenó en la insana expectativa de explicarle sus razones sin que implore una absolución. “Es un pensamiento aterrador, dice, que a pesar de que todos somos humanos y luchamos bajo un cielo desconocido, nos negamos a hacer un pequeño esfuerzo para comprendernos unos a otros”. Alavoine era hijo de un campesino brutal y borracho, que creció bajo el imperio de una madre dominante y posesiva. Estudió medicina sin jamás estar convencido de su vocación, fue un mediocre doctor rural y se casó con Armande. Pero fue presa de la joven Martine, vagabunda, secretaria ocasional y prostituta, que despertó en él una pasión frenética. Mientras más la amaba, crecía su obsesión irrefrenable por moralizar su pasado, limpiarla y borrar su historia. Este amor iracundo lo llevó a instalar a Martine en la consulta de su propia casa. Las profundas heridas psicológicas de Alavoine y su desesperación por exorcizarla, por crear una Martine virtuosa, lo llevan a un sufrimiento sublime, tan pronto de amor como de furia. La única manera -creyó Alvoine- de poner fin a la espiral hacia la depravación, era estrangularla para que la Martine que había creado viviera en él. No sabremos si el juez no leyó o no recibió la carta.

Por Álvaro Ortúzar, abogado

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