Opinión

Eutanasia, no

Eutanasia, no

La violencia impera en Chile y en el mundo. El aborto y la eutanasia son también expresiones de esa violencia. A diferencia del aborto, la eutanasia suscita opiniones más divididas. Muchos hemos vivido muertes cercanas: algunos creen que habría sido mejor acortar el sufrimiento; otros agradecemos haber acompañado, cuidado y aliviado a nuestros pacientes hasta el final.

Me formé en la Universidad de Chile y he ejercido en distintos lugares dentro y fuera del país. Nunca en mi formación se habló de eutanasia, porque la misión del médico era clara: prevenir, curar, aliviar y, cuando no hay curación, acompañar y controlar el dolor. Esa experiencia la viví también con familiares directos. Nadie pedía provocar la muerte: se buscaba aliviar y acompañar. No era un tema que se eludía, simplemente no existía como opción.

Como no fue necesario legislar para terminar embarazos que ponían en riesgo la vida materna —porque todo médico sabe cómo actuar en esas situaciones— tampoco lo es para evitar el ensañamiento terapéutico. Un buen médico, formado en técnica y en humanidades, sabe discernir lo correcto. El respeto a la autonomía se expresa cuando un paciente rechaza un tratamiento indicado; muy distinto es que se le quite la vida. Como recuerda el Hastings Center (instituto de investigación en Bioética), entre los fines de la medicina están evitar la muerte prematura y procurar una muerte en paz. Algunos leen eso como un aval para la eutanasia: si el paciente lo pide, habría que ayudarlo a morir. Comparto el fin, no la conclusión: respetar la autonomía no equivale a obediencia irrestricta. No está en la naturaleza del acto médico causar la muerte; sí prevenirla en lo posible y, cuando no, aliviar y acompañar hacia una muerte serena.

Hoy existen recursos farmacológicos y tecnológicos para aliviar el sufrimiento. Conozco médicos que en silencio ofrecen cuidados paliativos gratuitos a domicilio, recibiendo siempre gratitud. Son héroes anónimos. Sin embargo, el proyecto de ley en discusión convierte la muerte en prestación de salud, la autoriza para enfermedades crónicas y obliga a ofrecerla junto a los tratamientos disponibles. Así, la muerte se presenta como alternativa terapéutica.

La experiencia con el aborto muestra hacia dónde lleva esta lógica. Primero se dijo que era solo para casos extremos; hoy se discute su legalización sin causal alguna. Con la eutanasia ocurrirá lo mismo: será cuestión de tiempo que se extienda a personas con enfermedades no terminales, ancianos o incluso niños, como ya se plantea en algunos países y círculos académicos.

Además, se exige al médico que se oponga a la eutanasia dar explicaciones, pero no al que la practica. La medicina actual puede garantizar que nadie muera con dolor ni en soledad. Si faltan cuidados, la solución no es matar al sufriente, sino asegurar el acceso a esos cuidados. De lo contrario, pronto se pedirá la muerte de los viejos y de tantos enfermos crónicos.

La sociedad que queremos para las nuevas generaciones requiere una reflexión profunda, más allá de credos religiosos. Negar toda verdad objetiva y reducirla a la moral individual nos deja sin sustento común. Estar contra la eutanasia es estar a favor de la dignidad de la persona, de cuidar la vida como un don y de reconocer que el dolor humano —aunque misterioso— merece siempre compasión y compañía, no eliminación.

Por Enrique Oyarzún E., decano Facultad de Medicina, Universidad de Los Andes

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