Por Paula Escobar ChavarríaLa amarga derrota de Jara

El único misterio de esta elección era la brecha. Y, hay que decirlo, el número final pertenece a los cálculos más pesimistas. José Antonio Kast le sacó casi 19 puntos de diferencia a Jeannette Jara. Pésimo resultado, de hecho, el peor desde el retorno a la democracia para la izquierda y centroizquierda, en términos porcentuales.
Además, al igual que cuando el sector perdió con Alejandro Guillier o con Yasna Provoste de candidatos, el progresismo pierde sin claridad ideológica, sin proyecto, sin horizonte. Jara, en versión socialdemócrata, no convenció, por el simple hecho de que el PC no es un partido socialdemócrata. Esa ambivalencia -o disonancia cognitiva- entre su militancia desde los 14 años y un ideario que no es el de ese ethos no cuajaron nunca. Por más que ella sea una comunista distinta y disidente de quienes son de la línea más dura -y vaya que lo ha demostrado en esta campaña y también como ministra-, nadie puede pretender ser lo que no es. Mucha votación prestada de Kast viene de personas que -viadil mediante- optaron por el republicano en vez de la candidata del PC, pues lo consideraron el mal menor. Ese es el primer punto a considerar en la noche de la derrota para el oficialismo, ad portas de convertirse en oposición. La suerte probablemente estaba echada cuando Jara ganó la primaria.
Segundo: ¿Qué proyecto común vuelve a unir a un sector que estuvo junto durante los 20 años desde el retorno a la democracia, en el gobierno de la Nueva Mayoría, que votó por Boric el 2021 y que volvió a unirse en 2023, contra el proyecto constitucional del hoy presidente electo, José Antonio Kast? Por más que la tentación de una larga y desgarradora noche de culpabilización sea inevitable, es importante que logren mostrarse parados en los dos pies, especialmente porque en las parlamentarias “salvaron los muebles” y en el Senado, hasta mejoraron posición. Tienen alcaldes, gobernadores, cuadros.
Lecciones desde afuera: como ha pasado en tantos países que han elegido a líderes de la familia política internacional del nuevo presidente de Chile (derecha radical, ultraderecha, nueva derecha o como quiera llamársele), hay una tendencia progresista posderrota hacia una prolongada confusión, parálisis y división. El Partido Demócrata norteamericano ha batido récords en este sentido. Una travesía en el desierto amarga, sin destino, estéril por lo demás. Solo después del triunfo de Zohran Mamdani y otros en las últimas elecciones de noviembre han ido logrando salir del síndrome del conejo encandilado frente al auto que lo arrolló, viendo qué los une y especialmente qué pueden ofrecer a una ciudadanía que se cansó de ellos.
Tampoco sirve el discurso catastrófico. Como dijo hace tres días The Economist, simplemente ya no convence. Hablar de ese tipo de derecha en términos apocalípticos “está condenado al fracaso”. “Por su propio bien y por el de sus países, los políticos tradicionales y sus partidarios necesitan urgentemente un enfoque diferente”, dijo el semanario.
Así como Mamdani -gusten o no todas sus propuestas- fue capaz de demostrar y sorprender ganando en la mismísima ciudad de Trump, la izquierda y el progresismo chilenos, por golpeados que estén (o justamente por aquello), deben hacer autocrítica fértil, renovarse para este siglo, evitar la balcanización y las tendencias caníbales (ninguno de los partidos ni sensibilidades de izquierda o centroizquierda puede hacerlo solo). Y, por último, como dijo la filósofa Carolin Emcke, no avergonzarse de lo que piensan y proponen. Tampoco será con falta de pasión y complejos que podrán crear una alternativa que les haga sentido a los electores que perdieron.
Por Paula Escobar Chavarría, periodista.
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