Por Soledad ArellanoPor qué la autonomía universitaria importa en un país de desconfiados
En nuestro país, los niveles de confianza institucional son notablemente bajos: la ciudadanía se ha vuelto escéptica frente a la política, los negocios e incluso los medios de comunicación. Sin embargo, las universidades siguen siendo una excepción notable: continúan entre las pocas instituciones en las que la gente aún confía. De hecho, en la Encuesta Bicentenario 2025, las universidades aparecen en el primer lugar de las instituciones en que la ciudadanía más confía, seguida a distancia de las FF.AA. y Carabineros.
Para las universidades, esta confianza es un privilegio, pero también una responsabilidad. Nos obliga a plantearnos cuál es el rol que debemos desempeñar más allá de la formación profesional de los estudiantes, por ejemplo, en la conformación de la vida en sociedad, en enseñar a cultivar el juicio y la capacidad de escuchar, razonar y relacionarse de manera significativa con quienes piensan distinto. En sociedades marcadas por la polarización, este tipo de educación se vuelve más que un ideal académico; es una necesidad democrática. Enseña a los estudiantes que el diálogo no es una competencia, sino una búsqueda del entendimiento mutuo. La educación universitaria entonces, especialmente la liberal, permite formar no sólo para pensar críticamente, sino para convivir con el desacuerdo: para ver la diferencia como algo con lo que involucrarse y no como algo que temer.
Es interesante preguntarnos por qué las universidades son instituciones confiables para la población. Una posible explicación es que las personas perciben que estas instituciones aún operan según valores que se sienten auténticos: un compromiso con la verdad, la investigación abierta y el servicio público. Es claro, sin embargo, que dicha confianza no está garantizada, pues depende fuertemente de la capacidad de mantener su autonomía intelectual e institucional, indispensable para innovar en un mundo de cambios que las desafía en todas sus funciones esenciales. Más que nunca, entonces, presiones externas, políticas o económicas, pueden afectar gravemente sus propósitos.
Las políticas de financiamiento estudiantil -la gratuidad y ahora el FES- al condicionar parte importante del financiamiento de las universidades al aporte estatal -con aranceles regulados que no cubren los costos- y al establecer restricciones a la toma de decisiones relevantes para el proyecto universitario -como la apertura o cierre de programas o el número de vacantes-, constituye una amenaza a la autonomía universitaria. Este riesgo permanece aún si se resuelve el problema del copago y si no se viera afectada la sostenibilidad fiscal.
Aún estamos a tiempo de evitar que esto ocurra. No vaya a ser que por el empecinamiento de terminar con el CAE, terminemos de paso con la autonomía universitaria, perjudicando la calidad de la educación que estas instituciones entregan y la contribución que hacen a la construcción de una sociedad democrática. Cuidemos la confianza donde aún existe y dejemos a las universidades decidir como cumplir su misión.
Por Soledad Arellano, Vicerrectora académica y de Investigación UAI
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