Erradicando a la machista: Me carga que digan todos y todas

No me había tenido que enfrentar tan directamente a la discusión sobre el lenguaje inclusivo hasta que mi hijo mayor entró a Kinder. Recuerdo que en la primera reunión de apoderados –cuando todos intentamos mostrar nuestra mejor cara sabiendo que compartiremos por lo menos doce años de nuestras vidas– un papá repitió con insistencia “las niñas y niños” en cada una de sus intervenciones. La primera vez no me molestó, pero en la tercera o cuarta ya sonaba un poco tedioso. Incluso sentí que muchas de las veces que pidió la palabra, lo hizo con el interés encubierto de corregir a quien no usaba un lenguaje inclusivo y solo decía “niños”. Yo en un momento sugerí que los niños hicieran una convivencia inicial para conocerse en otra instancia, y a penas dije la palabra “niños”, me interrumpió diciendo que mi idea seguramente les haría muy bien a las “niñas y niños”.
Se lo comenté a mi marido una vez que salimos y, aunque tuvo la misma percepción, no le dio más importancia, pero el tipo insistió luego en el WhatsApp del curso y fue ahí donde se abrió la polémica. Él dijo que, sin intentar imponer su manera de ver las cosas, le parecía interesante plantear el tema del lenguaje inclusivo en un curso en el que además, hay 19 niñas y 8 niños. La conversación se desarrolló en un ambiente de respeto y buena onda, pero ahí me di cuenta que esa obsesión por el lenguaje inclusivo es algo que me molesta.
Entiendo el punto, en especial con el ejemplo de este curso en el que las mujeres son mayoría, pero –y aunque me considero feminista– creo que la lucha por el lenguaje es poco relevante, que hace mucho ruido, pero no soluciona nada porque no ataca la raíz del problema. Con esto quiero decir que, por ejemplo, por más que triunfe el lenguaje inclusivo, igual en una entrevista de trabajo a las mujeres nos seguirán preguntando si tenemos planes de quedar embarazadas. En ese sentido soy de las que creen que para acabar con el machismo, más que decir “todas y todos”, se tiene que hacer un trabajo importante de educación en la que se inculquen valores como el respeto, la tolerancia y la igualdad.
A pesar de esto, y como el feminismo se trata justamente de un proceso de deconstrucción y de cuestionarnos aquello que nos molesta, he reflexionado mucho sobre el lenguaje. Y he llegado a la conclusión de que es aquella que plantea que el lenguaje y la manera en que nos expresamos influyen en nuestras acciones y mentalidad. O la tan conocida frase: “El lenguaje crea realidad”. Y es lo que plantean quienes defienden la importancia del lenguaje inclusivo, ya que dicen que el idioma español perpetúa una inequidad histórica que desde siempre ha dejado a mujeres en una posición inferior a la de los hombres por el hecho de emplear lo que se conoce como un masculino genérico. Como cuando a las niñas y niños del curso de mi hijo, yo solo les digo niños.
En ese sentido, el comenzar a usar un lenguaje inclusivo no pretende ser la solución contra el machismo, sino más bien un gesto, una señal que nos refriega en la cara, y más específicamente en los ojos y en los oídos, lo invisibilizadas que hemos estado siempre las mujeres. Mi oposición inicial al lenguaje inclusivo no tiene que ver con que sea una puritana de la lengua, sino que pensaba que no se trataba de una solución al machismo que vivimos. Y lo sigo pensando. No es lo más urgente ni lo más importante, pero sí es es una señal muy visible y por eso mismo necesaria.
Conversando sobre este tema con una mujer más vieja, sabia y muy culta, me dijo que los idiomas actúan como organismos vivientes: se transforman y adaptan con el tiempo, adoptando nuevos términos y expresiones mientras dejan atrás otros que caen en desuso. Estos términos y expresiones surgen en la calle y si vemos que cada 8M son miles las mujeres que salen a la calle a exigir cambios, suena tozudo seguir insistiendo en no nombrarlas. Por eso ahora entiendo más el todas y todos, y en la próxima reunión del colegio, también diré niñas y niños.
Emilia Monsalve, 40 años, educadora.
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