Paula

Uso de pantallas en la adolescencia: Conectados, pero Desconectados. ¿Prohibir o acompañar?

Seis horas diarias frente a una pantalla. Para cuatro de cada cinco estudiantes de segundo medio esa es la norma. Esta cifra, que roba horas de sueño e interacción real, se vincula con una crisis de ansiedad y depresión. La respuesta no está en la ley, sino en enseñar a convivir con un diseño adictivo a través del vínculo y la autorregulación.

Lo primero que hace Antonella (17) al despertar, es ver su celular. Entra a Instagram, ve un par de historias sin prestar atención realmente a lo que ponen y luego cambia a TikTok. En el trayecto al colegio continúa el scroll sin pausa. En los recreos se sienta con sus amigas en el patio a ver más videos, a veces graban algún trend que nunca sale de su carpeta de borradores. De vuelta en su casa, hace las tareas con el computador con una serie de fondo y, apenas termina, vuelve a su teléfono, con la misma serie todavía sonando.

¿Cuántas horas al día pasa frente a la pantalla? Según el registro de su propio celular, promedia nueve horas diarias. “Igual esta semana estuve haciendo trabajos con el mismo celu, pero sí, lo uso para todo, todo el día”, dice Antonella.

Su rutina no es excepcional; más bien, es la norma. Para cuatro de cada cinco estudiantes de segundo medio en Chile eso es parte de la rutina: el 86% pasa más de cinco o seis horas al día frente a un dispositivo, según la Encuesta Juventud y Bienestar de SENDA 2024.

Paloma del Villar, directora de Observatorio Niñez Colunga –centro dedicado a recopilar y sistematizar data sobre niñez en Chile–, la señal es clara: “La evidencia disponible nos obliga a utilizar el principio de precaución; si bien falta más investigación, múltiples estudios vinculan el uso excesivo de pantallas con problemas de salud mental, y el uso de redes sociales con mayores niveles de ansiedad, depresión y dificultades socioemocionales”, afirma.

En una sociedad donde las pantallas ya forman parte incondicional de la vida, la discusión ya no parece estar en si deben usarlas o no, sino en cómo acompañamos ese vínculo para que no termine dañando más de lo que aporta.

¿Qué se hace frente a las pantallas?

Las cifras más recientes recopiladas por el Observatorio Niñez muestran que hablar de “uso de pantallas” ya no alcanza para describir lo que está pasando. No es solo tiempo: es qué hacen, con quién están, qué queda fuera y qué se intensifica cuando un adolescente se conecta.

Los datos de SENDA 2024 revelan patrones claros: los hombres pasan más tiempo jugando videojuegos (24% vs 7%), mientras que las mujeres dedican más horas a redes sociales (42% vs 26%). No solo usan dispositivos de manera distinta: también viven efectos distintos. La comparación constante, la presión social y el juego competitivo no impactan igual a todos los adolescentes, y las brechas de género son imposibles de ignorar.

“Las niñas enfrentan un escenario especialmente complejo: utilizan pantallas con mayor frecuencia, especialmente para acceder a redes sociales, y al mismo tiempo son quienes experimentan más violencia digital y presentan mayores tasas de síntomas ansiosos y depresivos en la adolescencia. Esto nos invita a abordar este fenómeno no sólo con perspectiva de niñez, sino que también con perspectiva de género”, advierte Del Villar.

Pero, más allá de esas diferencias, el tiempo sigue siendo un indicador que inquieta. Pasar más de cinco o seis horas diarias frente a pantallas –como hace el 86% de los estudiantes– implica, por definición, restar horas a actividades fundamentales para el desarrollo: movimiento, interacción cara a cara, juego y sueño. Ahí es donde se juega la diferencia entre un hábito cotidiano y un patrón que empieza a afectar la salud física, emocional y cognitiva.

Lo que se deja atrás

“Seis horas frente a una pantalla es infinito”, dice Florencia Álamos, neurocientífica y directora ejecutiva de Kiri, fundación que se dedica a mejorar el bienestar socioemocional de niños, niñas y adolescentes, buscando prevenir problemas de salud mental. “Eso significa menos horas de sueño, menos juego, menos amigos o incluso interferencia con el aprendizaje. El mayor impacto no es solo por lo que las pantallas muestran, sino por todo lo que dejaste de hacer mientras estabas conectado”.

Y lo que se deja de hacer no es menor. Marigen Narea, psicóloga educacional, doctora en política pública e investigadora del Centro de Justicia Educacional, coincide con Álamos y agrega que, “si están metidos en la pantalla no hacen deporte, no interactúan con su entorno, se alimentan mal y tienen problemas de sueño. Esas horas reemplazan las interacciones personales, perdiendo habilidades cruciales como dialogar, negociar y ser empático, que ninguna pantalla puede reemplazar”.

Día a día, de manera silenciosa y acumulativa, niñas, niños y adolescentes pierden más que solo tiempo frente a las pantallas.

La Encuesta Longitudinal de Primera Infancia (ELPI), que durante 14 años ha seguido la trayectoria de más de diez mil niños, niñas y adolescentes en Chile, y que acaba de presentar los primeros resultados de su cuarta ronda, indica que un 42,7% de los adolescentes reconoce que, cuando se acuesta, se queda despierto todos los días mirando el celular o tablet. El sueño es una de las primeras víctimas. Los adolescentes se acuestan más tarde, duermen peor y descansan menos, impactando en su memoria, regulación emocional y capacidad de concentración.

Además, la neurocientífica Florencia Álamos subraya la ventana crítica de la adolescencia: “El cerebro selecciona lo que usa y poda lo que no. Si un joven pasa gran parte de ese periodo aislado o pegado a una pantalla, esas conexiones simplemente no se fortalecen”. En el fondo, la pérdida no es solo de horas de sueño o de juego; es la pérdida de la oportunidad para desarrollar la habilidad más crucial del futuro: la autorregulación.

El poder de la autorregulación

Incluso entre los adultos, la capacidad de soltar los celulares a veces es compleja. Esto ocurre porque las redes sociales y el contenido que se crea hoy en día está construido para cautivarnos y no dejarnos ir, así lo explica Álamos. “Las pantallas privilegian estímulos súper rápidos y de corto plazo, y a su vez, las redes sociales activan el sistema de recompensa inmediata y nos mantiene en un loop del que cuesta salir”.

Si a los adultos nos cuesta poner un freno, ¿qué queda para la niñez y adolescencia? “Vimos que los niños con temperamentos más difíciles tienden a recibir más pantallas. Cuando usas la pantalla para calmar, estás entregando a un aparato externo la capacidad de regular al niño. Y ahí está el problema”, dice Narea. La capacidad de autorregularse, clave para el futuro académico, las habilidades socioemocionales y la salud mental, se ve gravemente comprometida.

La autorregulación es una habilidad que se aprende en la infancia y que los padres y cuidadores deben modelar. Álamos enfatiza: “La regulación es primero co-regulación: se aprende a través del vínculo. Y tenemos una crisis de vínculos. Las pantallas han entrado con tanta fuerza porque cada vez tenemos menos espacios protegidos para relacionarnos de verdad”.

Más allá de la prohibición

Ante la magnitud del problema, la tentación de la prohibición aparece como la solución más sencilla. El actual proyecto de ley que regula el uso de celulares en los establecimientos educativos es un ejemplo de esta respuesta. Sin embargo, las expertas advierten que una ley por sí sola no es suficiente para resolver un fenómeno tan complejo y multifactorial.

Del Villar, directora de Observatorio Niñez Colunga, lo explica claramente: “El actual proyecto de ley es un avance importante, pero no suficiente. El uso excesivo de pantallas es un fenómeno multifactorial: no ocurre solo en la escuela, sino en el hogar, en los espacios comunitarios y en la vida cotidiana. Sin duda que restringir el uso de teléfonos en la sala de clases es de ayuda, pero por sí solo no resuelve un problema que es mucho más de fondo”.

La prohibición sin educación genera resistencia y la solución debe ser colaborativa y envolver a toda la comunidad. “Si uno prohibe y no educa, al final somos todos un poco rebeldes y los adolescentes un poco más, así que pierde el sentido”, reflexiona Álamos.

Narea señala que lo que ha resultado mejor son los acuerdos de toda la comunidad. “Debe haber espacios reservados sin dispositivos, porque distraen. Para ello hay que tener una comunidad súper atenta a facilitar que se den estas interacciones y que los padres se den el tiempo de estar con sus hijos y sepan lo que están haciendo”, dice.

En un país donde las pantallas ya no son un lujo, sino la norma, la conversación no puede quedarse solo en el “uso responsable” como si dependiera únicamente de decisiones individuales. El desafío es estructural. Se necesita corresponsabilidad: Estado, escuelas, comunidades y familias capaces de construir entornos donde niñas, niños y adolescentes tengan alternativas reales más allá de la pantalla. La pregunta ya no es cuánto usan las pantallas, sino cuánto estamos dispuestos, como sociedad, a recuperar de lo que ellas están sustituyendo.

“El desafío como sociedad es aprender a convivir con las pantallas. Esto implica tener reglas que impliquen restringir el uso en los más pequeños y progresivamente educar a niñas, niños y adolescentes en el buen uso, acompañarlos y, sobre todo, que las personas adultas asumamos nuestra responsabilidad: modelar buenas prácticas en el uso de pantallas y medios digitales a través del ejemplo”, concluye Del Villar.

Ahí es donde el acompañamiento deja de ser un consejo y se convierte en una herramienta real de protección. Como resume Florencia Álamos: “Acompañar bien a un niño en el uso de pantallas es, sin duda, una forma de prevenir problemas de salud mental en la adolescencia”.

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