*Esta columna fue escrita en conjunto con Sofia Collignon, profesora asistente, Royal Holloway, University of London.

El ataque a Gabriel Boric en el Parque Forestal nos debería preocupar. No sólo por la integridad física del diputado, sino porque la falta de seguridad de nuestros representantes y la violencia hacia los políticos pareciera estar incrementando desde el estallido social del 18 de octubre. Es cierto que nuestra clase política acumula una deuda en términos de conexión con la ciudadanía, y también es cierto que la desconfianza hacia las instituciones lleva años con tendencia a la baja en Chile. Sin embargo, la reacción violenta es una de las peores estrategias para lograr que la élite política sea más receptiva y representativa.

La violencia contra políticos no es un fenómeno nuevo, pero sí es uno complejo de estudiar. Uno de los mayores retos es definir qué es acoso o intimidación. Hacerlo es difícil porque quienes ostentan cargos de poder –o aspiran a ellos– tienden a estar más acostumbrados a la exposición, al control público y al conflicto derivado de discutir continuamente posiciones políticas o ideológicas distintas. Por ello, el umbral con el que evalúan estas acciones suele ser menos estricto que el del resto de la población.

En nuestra investigación comparamos la frecuencia y consecuencias del abuso a políticos entre países disímiles, como Chile, el Reino Unido y Alemania. En el caso británico, la situación se convirtió en un tema obligado después del asesinato de la parlamentaria Jo Cox a manos de un fanático de derecha radical, a pocos días del referéndum del Brexit en 2016. Desde entonces, la situación de quienes se presentan a elecciones no ha mejorado. Durante la campaña electoral del 2017, cuatro de cada diez candidatos sufrieron algún tipo de acoso o intimidación. Pero la situación no mejora una vez electos ya que seis de cada diez parlamentarios sufren algún tipo de abuso durante sus funciones y quienes más exposición pública tienen, más ataques reciben. En Alemania, por otro lado, cinco de cada diez candidatos sufren abuso. Son los candidatos y candidatas del partido de ultraderecha Alternativa por Alemania (AfD) quienes reportan una mayor incidencia, lo que muestra cómo el fenómeno tiene distintas manifestaciones en contextos diversos.

No obstante, uno de nuestros hallazgos más interesantes fue que, comparativamente, Chile mostraba números bastante más modestos que los otros países. En una encuesta que realizamos en el 2017 a quienes se presentaron al Congreso, aproximadamente dos de cada diez candidatos consultados admitió haber sido víctima de acoso o intimidación. La cifra, sin embargo, confirmaba la tendencia internacional de violencia de género contra las mujeres en política, pues era el doble que la de los hombres.

El ataque al diputado Boric, la funa al ministro Mañalich, o los insultos a Beatriz Sánchez, sugieren que desde el 18 de octubre la violencia política en Chile está incrementando. Es una mala noticia que va más allá de las razones morales por las que estos hechos son deplorables. Por una parte, todos los actos violentos contra legisladores impactan en su salud mental y en su desempeño legislativo ya que crean un ambiente laboral nocivo. El trabajo legislativo requiere la discusión y argumentación sobre diversos temas y quienes participan en él deben tener la garantía de poder participar sin miedo por su seguridad o la de sus familias. Por otro lado, la violencia política también afecta la representación. La evidencia muestra que, ante la amenaza de sufrir ataques, los políticos tienden a escuchar más a personas que piensen igual que ellos y no a quienes tienen ideas que los contradigan, generando cajas de resonancia en las que la capacidad de generar acuerdos y llegar a consenso se ven afectados.

El momento social en que se encuentra Chile ha abierto oportunidades insospechadas. El país se encuentra en medio de un proceso constituyente inédito en el mundo y discutiendo temas que eran tabú hace algunos meses, como la igual representación de mujeres, pueblos indígenas e independientes. Sin embargo, el incremento de la violencia de este tipo sólo alimenta la posibilidad de una clase política más desconectada. Además, puede tener insospechadas consecuencias en la potencial elección de una convención constituyente, en la cual debiéramos buscar representación de todos los sectores y con distintos puntos de vista, que puedan generar consenso y llegar a acuerdos que lleven al país hacia adelante.