Opinión

Dime con quién andas

Foto: REUTERS.

Desde la elección de Bachelet en 2005, ningún gobierno ha logrado reelegir a un candidato de su sector. De forma consistente, los cuatro gobiernos siguientes han sido de un color político distinto al que termina. Esta característica, que puede ser frustrante para quienes gobiernan, debiera ser un motivo de alivio. Más allá del resultado, el hecho que Chile pueda transitar de forma pacífica y relativamente ordenada de una coalición a otra es un signo de nuestra salud democrática. Puede parecer algo menor, pero no es algo que debiese darse por sentado en el actual panorama mundial.

Establecer conceptos minimalistas para definir si un país es democrático es bastante útil desde el punto de vista analítico. Es decir, nos evita entrar en discusiones largas sobre los verdaderos alcances del concepto de democracia y, a la vez, establece un claro límite entre una democracia y un autoritarismo. Sin embargo, en el mundo actual, eso trae una serie de problemas al enfrentarse a escenarios cada vez más complejos. Si en los ‘70 era relativamente simple definir que una democracia terminaba con un golpe de estado, hoy es mucho más difícil definir esa frontera.

Este no es un argumento nuevo, ya que se hizo popular en el libro de Levitsky y Ziblatt hace algunos años, pero que ha cobrado especial relevancia con el avance de la ultraderecha en el mundo. Si bien las elecciones libres y justas son un mínimo esencial de cualquier democracia, ya no bastan para asegurar su existencia. Por ejemplo, miremos el caso de El Salvador, donde justificado por la urgencia en términos de seguridad, el gobierno de Bukele ha terminado por eliminar la independencia judicial y comete a diario groseras violaciones contra los derechos humanos de su población. El reciente reporte de Human Rights Watch habla de que Bukele ha desmantelado sistemáticamente las instituciones democráticas de El Salvador. Ese es el mismo gobierno al que miran con admiración algunos candidatos de la derecha chilena, a quienes les gustaría imitar el modelo carcelario salvadoreño, el mismo que comete detenciones ilegales, torturas y actos de corrupción.

Otro ejemplo. La semana pasada, José Antonio Kast se paseó por Budapest como expositor en el encuentro CPAC, que viene a ser como el concurso de popularidad de la ultraderecha mundial. En la ocasión compartió con representantes de la ultraderecha española (Vox), del partido Alternativa para Alemania (que fue recientemente clasificado de extremo por los servicios de inteligencia alemanes) y de la ultraderecha Israelí, entre otros. Kast compartió plataforma con Ariel Kallner, líder de la facción más ultra del partido de Netanyahu, y quién apoya explícitamente una limpieza étnica de Palestina. Y el anfitrión de la jornada fue Viktor Orbán, cuyo gobierno atenta contra sistemáticamente contra el Estado de Derecho y la posibilidad de establecer una oposición democrática en Hungría.

Es por eso que el resultado de las elecciones de fin de año es tan relevante. Si nos sentimos orgullosos de tener un sistema democrático que permita el traspaso de poder entre fuerzas políticas distintas, tenemos que comprender que algunas de esas fuerzas están hoy en alianza con partidos y movimientos que promueven la destrucción de esa misma democracia. La elección ya no es sólo sobre diferencias ideológicas o de políticas públicas, sino que sobre la supervivencia de un sistema que nos ha costado mucho recuperar y reconstruir.

Por Javier Sajuria, profesor de Ciencia Política en Queen Mary University of London y director de Espacio Público.

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