Opinión

El declive estructural de la derecha tradicional

KARIN POZO/SENADO KARIN POZO/ATONCHILE

El quinto lugar de Evelyn Matthei en el resultado presidencial, con apenas un 12,5%, no es solo un mal resultado electoral; es la evidencia más nítida de un proceso más profundo: la declinación sostenida de la derecha tradicional chilena. Lo que se expresó en las urnas fue la fractura entre un electorado que se desplaza hacia polos más identitarios y disruptivos, y una coalición —UDI, RN y Evópoli— que insistió en una narrativa institucional y tecnocrática en un ciclo donde predomina la emocionalidad política.

La pregunta central es por qué un liderazgo que durante meses fue catalogado como el más competitivo frente al oficialismo terminó convertido en un proyecto incapaz de conectar. La respuesta se relaciona con una tendencia descrita por autores como Pippa Norris y Ronald Inglehart: la emergencia de un cleavage cultural que reemplaza a los antiguos ejes socioeconómicos. En ese nuevo clivaje, las derechas radicales prosperan porque ofrecen identidad, antagonismo y certidumbre moral. La derecha tradicional, en cambio, queda atrapada en un registro racionalista que pierde fuerza en contextos de alta polarización afectiva.

Matthei y los partidos que la sostenían quedaron entre dos fuegos. Por un lado, Kaiser y Kast capturaron el voto duro con discursos nítidos, emocionalmente cargados y alineados con las corrientes globales del populismo de derecha. Por otro, sectores moderados migraron hacia alternativas con mayor frescura o menor desgaste, desencantados con un modelo de liderazgo que no supo renovar sus códigos comunicacionales ni su oferta programática. El 12,5% revela el declive de una promesa y, al mismo tiempo, la desarticulación de un espacio político que alguna vez fue la bisagra del sistema.

En clave estratégica, la campaña de la derecha tradicional siguió aferrada a la idea de la “competencia responsable”, de la solvencia técnica como principal activo, mientras sus adversarios intrabloque avanzaron sobre relatos fuertemente morales, dicotómicos y antiestablishment. Como señala Cas Mudde, las derechas populistas triunfan cuando convierten la política en una lucha entre “el pueblo puro” y “la élite corrupta”. Chile Vamos no solo fue incapaz de disputar ese marco: terminó encasillado como la élite misma.

El resultado tiene implicancias sistémicas. La derecha tradicional pierde centralidad, pierde capacidad de orden y, sobre todo, pierde eficacia electoral. Un proyecto diseñado para encabezar la segunda vuelta terminó convertido en el testimonio de un ciclo político agotado. La élite piñerista, que dominó la derecha por más de una década, entra en retirada frente a un pospiñerismo duro que redefine los contornos de lo posible dentro del bloque opositor. Es una sustitución silenciosa de élites, coherente con la idea de cambio generacional que describen Pareto y Mosca: cuando una élite deja de interpretar el “espíritu de época”, otra emerge para ocupar su lugar.

¿Es este declive coyuntural o estructural? Todo indica que es más que un tropiezo momentáneo. La derecha tradicional enfrenta una erosión programática, identitaria y generacional en un contexto donde la demanda por orden se expresa a través de proyectos más radicales. Su desafío es monumental: reconstruir un relato que combine competencia técnica con sentido de época, y ofrecer un horizonte que recupere a un electorado que ya no se mueve por las coordenadas del pasado. Si no lo hace, su declive será no solo persistente, sino irreversible.

Por Marco Moreno, director del Centro Democracia y Opinión Pública, U.Central

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