
“El peatón”

En el que quizás sea el más breve cuento de Ray Bradbury -El Peatón (1951)-, éste imagina una sociedad distópica, dominada por el uso masivo de entretenimiento tecnológico -entonces la radio y la TV- en la que las dinámicas sociales se encapsulan solitariamente. De allí que caminar sólo por la ciudad, reflexionar o simplemente disfrutar del silencio es un acto sospechoso. Leonard Mead, el protagonista, es criminalizado no por perpetrar un delito, sino por ejercer la libertad de pensamiento, y porque no, de disenso.
Setenta años después, esa historia resuena con fuerza en una sociedad atrapada en las redes digitales. La intolerancia incubada en estas nuevas cámaras de eco no solo destruye la deliberación democrática, sino que, como lo evidenció el asesinato en Utah, EE.UU., de Charlie Kirk, puede trascender la esfera virtual y convertirse en violencia letal. Claro, a diferencia del solitario peatón de Bradbury, Kirk confrontó y desafió ideológicamente las ideas contrarías, buscando usar la persuasión y la plaza pública para debatir aquello que en su opinión ponía en riesgo la democracia, la libertad, y los valores judeocristianos de Occidente.
En el fondo, el proceso de encapsulamiento digital ha facilitado el avance de virulentas agendas identitarias con alto contenido emocional y nula reflexión crítica. Así, entre otros, el “wokismo”, el feminismo radical y el propalestinismo en su vertiente extremista interseccional (que paradójicamente combina islamofascismo con supuesto progresismo) han impulsado un ecosistema en el cual el adversario no es un interlocutor, sino un enemigo moral. Quien disiente o lisa y llanamente no se suma, es cancelado, denunciado, o incluso agredido. Como en “El peatón”, la diferencia no se tolera, sino que se neutraliza. La consigna, el eslogan y la autoproclamada superioridad moral, reemplazan las ideas y el debate.
En “La mente de los justos”, el sicólogo social Jonathan Haidt lo explica con crudeza: “la moralidad une y ciega. Nos une en equipos ideológicos que luchan entre sí como si el destino del mundo dependiera de que nuestro bando gane cada batalla”. Las redes sociales no han inventado ese tribalismo, pero sí lo han acelerado hasta niveles inéditos.
El asesinato de Charlie Kirk muestra las consecuencias de esta dinámica. La violencia física es la prolongación natural de una violencia discursiva que se ha normalizado, devaluando el uso y significado de las palabras. Buen ejemplo de ello es el tsunami de antisemitismo que avanza por el mundo. Ya no se trata solo de insultos o “tendencias” digitales: se trata de un modelo de interacción que degrada la dignidad del adversario, hasta justificar su eliminación.
Si no somos capaces de defender la pluralidad y el derecho a disentir, terminaremos viviendo en un mundo de silencios forzados, donde caminar y opinar libremente será un verdadero acto de resistencia.
Por Gabriel Zaliasnik, profesor de Derecho Penal, Facultad de Derecho, U. de Chile
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