Opinión

Modernizar sin caer en la trampa de la permisología

Resulta indiscutible que la reforma a la Ley de Patrimonio Cultural es necesaria. La normativa vigente, contenida en la Ley de Monumentos Nacionales de 1970, responde a una concepción estática del patrimonio y a un contexto institucional y técnico radicalmente distinto del que hoy enfrenta la administración pública. Sin embargo, el proyecto actualmente en discusión parlamentaria parece avanzar —paradójicamente— en sentido inverso a la eficiencia que el propio gobierno declara promover.

Lejos de racionalizar el sistema, la propuesta profundiza la burocracia existente mediante la ampliación de categorías de protección, la creación de nuevos órganos y la multiplicación de procedimientos. El reemplazo del Consejo de Monumentos Nacionales por un Consejo de los Patrimonios Culturales, dotado de una composición que anticipa mayores niveles de ineficiencia, se suma a la incorporación de nuevas figuras y a una mayor fragmentación de competencias. El resultado previsible es un incremento en la densidad regulatoria, más puntos de veto y una disminución de la certeza jurídica. En otras palabras, la pretendida modernización corre el riesgo de reproducir —y aun profundizar— los mismos problemas de la denominada “permisología”.

Conviene recordar que lo que el país requiere —como reconoce el diagnóstico que inspira la recientemente promulgada Ley de Autorizaciones Sectoriales— es un marco legislativo que habilite y no inhiba la iniciativa social y económica, mediante regulaciones que otorguen seguridad jurídica. Ello no implica, desde luego, que el Estado renuncie al deber de tutelar bienes como el medio ambiente o la cultura. Más bien, supone evitar que dicha protección termine convirtiéndose en un desincentivo estructural a la inversión. Ese equilibrio, sin embargo, está ausente en el texto actualmente propuesto.

Por una parte, la incorporación de conceptos ambiguos, como “paisaje cultural” o “sitio de significación cultural”, abre espacios de discrecionalidad incompatibles con el principio de certeza jurídica. Cuando las categorías normativas carecen de criterios técnicos verificables, es la propia institucionalidad la que termina delimitando ex post su ámbito competencial, generando incertidumbre regulatoria y potenciales conflictos normativos que devienen judiciales. Todo ello, como es evidente, encarece y desalienta la inversión.

Por otra parte, sorprende la ausencia de articulación con el Sistema de Evaluación de Impacto Ambiental. La falta de referencia a dicho sistema amenaza con generar circuitos paralelos de permisos, duplicar instancias decisorias y prolongar los plazos de tramitación de proyectos. Sobra decir que la fragmentación institucional es una de las principales fuentes de ineficiencia regulatoria.

Modernizar no puede ser sinónimo de complejizar. Una nueva legislación debería aspirar, al menos, a acotar y ordenar categorías, establecer estándares objetivos y fijar plazos claros, así como dar eficacia a categorías como el silencio administrativo y fortalecer mecanismos de control ex post. La protección del patrimonio es, qué duda cabe, un deber público, pero también lo es evitar que dicha protección derive en una prohibición encubierta.

En suma, proteger no debe convertirse en sinónimo de prohibir.

Por Cristóbal Aguilera, profesor de Derecho Administrativo de la Universidad Finis Terrae y asociado senior en Mackenna Cruzat

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