Me enamoré de mi vecina durante la cuarentena: “Vivíamos a dos puertas de diferencia, pero nunca habíamos compartido más de dos palabras”
"Llevo cinco años viviendo en un edificio en Seminario y nunca había hablado con mis vecinos hasta marzo, cuando empezó la pandemia y nos vimos obligados a estar en casa. Mi vida era acelerada, salía temprano a trabajar y volvía tarde. Si me cruzaba con alguien en los pasillos o en el patio interior, no me detenía a conversar. Tampoco les preguntaba cómo estaban y las noticias del vecindario nunca fueron de mi interés. Es más, toparme con alguien era más bien un estorbo, porque mis energías estaban puestas en salir lo antes posible a la calle para poder llegar al trabajo a la hora. Y en las noches estaba cansado. Ideal, entonces, que nadie me hablara ni me preguntara nada. Hacía lo posible por esquivar cualquier tipo de diálogo, que a mi parecer solo iba a ser trivial. Pensándolo ahora, me doy cuenta de que llevaba cinco años viviendo en un mismo edificio y no me sabía ni un solo nombre de los que estaban a mi alrededor.
Hasta que nos vimos sin posibilidad de salir y la comunidad, irónicamente, se volvió la única vía de interacción. Aquellos que siempre evité, se volvieron de un momento a otro las únicas personas que vería durante un tiempo. La vida se detuvo de pronto y nos vimos obligados a dejar de lado, de manera parcial, nuestras rutinas. Y recién ahí distinguimos lo que teníamos en nuestro entorno.
Así conocí a Laura, mi actual polola. La primera vez que conversamos fue a finales de marzo. Yo bajé al patio que compartimos con los cuatro edificios que conforman esta comunidad y me puse a leer al sol. Sin mucha alternativa, al fin me había hecho la idea de que efectivamente no había ningún lugar al que ir ni nada mucho que hacer. Me estaba costando bajar las revoluciones, pero estaba dispuesto a lograrlo. El trabajo sería desde la casa y las actividades sociales estarían en pausa por un buen rato. Y eso que yo era de los privilegiados que seguía con trabajo desde la comodidad del hogar y sin tener hijos. Con eso en mente, al fin pude soltar un poco y bajé con una mantita, decidido a pasar la tarde al aire libre. En estos cinco años tampoco había ocupado nunca ese espacio común.
Ahí estaba leyendo y de repente la vi bajar. Estaba con un vestido rojo –todavía hacía calor en esos días– y la acompañaba una perrita chica y juguetona, que bajaba a paso acelerado pero nervioso, sin alejarse mucho de ella. Me detuve a mirarla y traté de que nuestras miradas se cruzaran, pero ella no me miró. En cambio, le tiró la pelota a la perrita y le dijo “corre”.
Deben haber pasado unos 15 minutos –que en mi cabeza fueron más largos, porque yo solo quería que me hablara– hasta que al fin me preguntó qué leía. Le respondí nervioso y después le pregunté de qué departamento era. Supe que vivía a dos departamentos del mío, en el mismo piso. Yo la había visto alguna vez, pero nunca habíamos conversado.
Desde esa tarde empezamos a ponernos de acuerdo para bajar juntos al patio. Durante los días de cuarentena estricta esos metros cuadrados al aire libre fueron lo único que nos daba una sensación de libertad, o algo por el estilo. Y sus paseos nocturnos con la perrita solo podían ser ahí, así que decidí acompañarla para entretenernos un rato. Era lindo poder compartir con la vecindad, algo nuevo para los dos. Y la comunicación se nos estaba dando de manera muy fluida.
Esas tardes juntos, entre risas, lecturas y juegos con la perrita, se transformaron en largas noches de conversación. Primero nos juntamos para cocinar algo en uno de los dos departamentos y luego nos fuimos quedando a alojar. Y se fue dando de manera natural y totalmente espontáneo. Sin darle muchas vueltas. Muy distinto y muy particular, pero hermoso en todo sentido.
Y es que estos meses que llevamos juntos con Laura, aprendiendo el uno del otro y acompañándonos en estos tiempos un tanto extraños, me he dado cuenta de que todas mis relaciones anteriores se habían dado de otra manera, mucho más acelerada y menos profunda. Conocía a alguien y había una suerte de manual de cosas por hacer; las primeras citas tenían que ser afuera, en algún bar o restorán. Luego se conocía a los amigos y finalmente se hacían panoramas caseros y tranquilos. Esta vez, en cambio, todo fue más pausado. No había mucha alternativa de panorama y las temporalidades fueron distintas. Recién ahora, después de cinco meses de estar juntos acompañándonos casi todos los días, estoy conociendo a sus amigos y estamos saliendo a comer a algunas terrazas.
Estos meses me han permitido conocer a alguien con otros ritmos. Y me gusta, porque hemos logrado crear nuestro propio espacio en el que reina la calma y eso nos ha permitido conocernos más en profundidad. Conocernos realmente antes de salir al mundo juntos. Yo siempre había hecho más bien lo contrario.
También he reflexionado sobre la posibilidad que tuve de ver cosas y conocer gente que nunca antes había visto. Con Laura estábamos ahí, uno frente al otro, pero nunca nos habíamos fijado realmente. Y cuando la vida se detuvo y nos obligó a reestructurar nuestras rutinas, al fin pudimos vernos. Sin adornos, sin estímulos externos. Solo dos seres humanos en un estado de espera. ¿Esperando qué? Que pasara la pandemia, probablemente, pero lo que no nos dábamos cuenta es que la vida ocurría mientras esperábamos.
Ella me confesó que nunca se había fijado en mí. Yo sí la había visto de reojo alguna vez, pero también estaba muy atrapado y envuelto en mi propia vida. Y por eso nunca nos habíamos visto realmente. Este último tiempo, en cambio, hemos aprendido a reconocer a nuestros vecinos e interactuar con la gente que nos rodea. Hemos identificado a cada uno. Es fuerte pensar que estábamos tan frenéticos que no alcanzábamos a ver lo que estaba al frente, literalmente. Ella y yo vivíamos a dos puertas de diferencia, pero nunca habíamos compartido más de dos palabras.
Es lindo darse cuenta de que justo ahí, a pocos metros, puede haber alguien especial con la que puedes congeniar. Es lindo darse la oportunidad de vivirlo. Siempre estamos buscando en otros lados, en otras plataformas, en otros espacios, pero puede haber alguien al lado que pasamos por alto. Que no logramos ver. Estamos tan apurados que solo miramos mucho más allá y nos perdemos lo que está al frente. Estamos con miras hacia el futuro, pensado a largo plazo, pero nos perdemos el ahora. Yo decidí no perdérmelo más, porque es muy hermoso lo que ocurre cuando te permites estar ahí".
Teo Araya (33) es biólogo y amante de los cómics.
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