
Columna de Daniel Matamala: Dolores de parto

La semana comenzó con 15 altos dirigentes empresariales (todos ellos hombres, por cierto) advirtiendo en una carta, en El Mercurio, que proyectos como el retiro de fondos de pensiones ponen “en riesgo la estabilidad democrática, social y económica del país”.
Se sumaban así a AFP Habitat, que hablaba de una “votación ideológica y populista” que busca “destruir el sistema previsional sin importar el costo que eso signifique para las personas y el país”.
Siguió con la UDI enviando al Tribunal Supremo a los diputados que votaron a favor, aduciendo que “ellos se autoexcluyeron de la UDI”, al “atentar contra un objetivo fundacional” del partido.
Y terminó con dos senadores oficialistas anunciando que respaldarán el proyecto, dando así los votos necesarios para que el Senado lo apruebe.
La clase dirigente cumplió todos los ritos y advertencias de su repertorio, y sólo logró afianzar la rebelión de los parlamentarios, y el respaldo popular al proyecto: entre 83% y 89%, según distintas encuestas.
Desde 1990 esos mecanismos marcaron los límites de una democracia mínima que hoy está moribunda. El rol de la gente se limitaba a extender un cheque en blanco, cada cuatro años, que luego los políticos cobrarían a su antojo, construyendo consensos entre tecnócratas y grupos de interés, y amenazando con graves consecuencias cada vez que alguien intentara descarriarse del camino fijado. El sistema tuvo aciertos, y Chile ganó reputación por políticas públicas exitosas para focalizar el gasto público y reducir la pobreza.
Pero esa democracia mínima se resquebrajó cuando se hizo evidente que los mandatarios no cumplían su parte del trato. Sea por ignorancia sobre la vida diaria de las personas (Transantiago), por intereses cruzados (CAE), por la influencia del dinero (royalty minero) o derechamente por corrupción (Ley de Pesca), se implementaron políticas ruinosas para el Estado y los ciudadanos, aunque tremendamente lucrativas para ciertos grupos. Así, los chilenos fueron perdiendo, golpe a golpe, desilusión tras desilusión, su confianza en las advertencias supuestamente “técnicas” que emanan desde el poder.
La última evidencia llegó sólo horas antes de que la Cámara de Diputados votara en particular el proyecto para retirar fondos de pensiones: el Diario Financiero informó que Alejandro Charme asumiría como nuevo gerente general de la Asociación de AFP.
Hasta ahora, Charme era asesor del Ministerio del Trabajo y Previsión Social. Recibía un sueldo pagado por todos los chilenos para preocuparse del bien público “en la reforma previsional al sistema de pensiones” y en el “análisis estratégico, para evaluar y perfeccionar la operación del sistema previsional”, según la descripción oficial de su trabajo.
Paralelamente, negociaba para convertirse en el líder de la principal industria afectada por su labor en el gobierno.
En diciembre, el Tribunal Constitucional vio el caso de dos mujeres que pedían el retiro de sus fondos previsionales. Hubo tres alegatos en contra: AFP Cuprum, AFP Habitat y el gobierno: este último fue representado por Charme.
Las AFP aún no oficializan ni revierten este nombramiento, que sólo confirma las peores sospechas de una ciudadanía que ve al gobierno, las AFP y el gran empresariado como un bloque que defiende intereses comunes.
Con una contumacia suicida, el gobierno presentó tres proyectos alternativos en nueve días para evitar el retiro del 10%. Ahora prepara el cuarto, subiendo cada vez más la apuesta de préstamos, subsidios y beneficios.
No entiende que este ya no es un tema de ofertones, sino de símbolos. Los ciudadanos, cansados de sentirse abusados, exigen la reivindicación de una victoria simbólica, y ella tiene nombre y apellido: el 10% de las AFP.
Las alternativas que le van quedando a La Moneda si el proyecto pasa el Senado son cada vez peores: que el Presidente lo vete, concentrando en él la ira popular; intentar que el Tribunal Constitucional lo anule, lo que sería la mejor campaña posible para el “Apruebo” a la nueva Constitución, o llamar a un plebiscito que perdería por paliza.
Ante un gobierno impotente, gran parte de la clase política se está subiendo con algarabía al carro de la victoria. Ven que, después de mucho tiempo, sus discursos y performances son recibidos con aplausos. “Es primera vez que el Congreso está en sintonía con la ciudadanía”, celebra el diputado Tucapel Jiménez. “El Congreso ha readquirido confianza ciudadana y legitimidad porque se colocó del lado de la inmensa mayoría de los chilenos”, coincide su colega Rodrigo González.
Pero eso es solo un espejismo. El deber de un político no es ser una simple caja de resonancia de la mayoría. Debe hacer algo más complejo: recoger las demandas populares y convertirlas en políticas públicas que sean al mismo tiempo eficaces, bien diseñadas, legítimas e independientes de los intereses particulares.
Y ese rol, el que realmente define a un buen político, ha estado ausente en este debate.
La mayoría de los expertos de izquierda, centro y derecha coincide en que el proyecto tiene severos problemas. Crea un forado en el ya pauperizado sistema previsional. Entrega un regalo tributario a personas de altas rentas, que podrían retirar más de $4 millones libres de impuestos. Y ayuda más a las personas con más ahorros, obligando a cada uno a rascarse con sus propias uñas.
Esta semana, en el Senado, los políticos tienen su última oportunidad para cumplir con el símbolo que los ciudadanos exigen, limpiar al proyecto de sus aristas más dañinas, y hacerlo además con la celeridad que la urgencia social exige.
De demostrar que pueden ser los parteros de una nueva democracia, que nace entre agudos dolores de parto.
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