LT Domingo

Columna de Loreto Cox: En defensa de una prueba de admisión

Pruebas PSU.

El boicot a la PSU merece una dura condena. Inflige daño a decenas de miles de estudiantes cuyo futuro depende de esta prueba y que han debido (o deberán) enfrentarla bajo una incertidumbre que destruye los nervios de cualquiera. El daño infligido no hace más que acumular desventajas para los más vulnerables: los locales suspendidos no se encuentran mayormente en las comunas aventajadas, donde duele poco el gasto en preuniversitarios y apoyo sicológico. El boicot es condenable, también, porque usa a personas como medios para un fin. La idea de que "mis" fines justifican cualquier cosa es la raíz del totalitarismo y atenta contra la dignidad humana.

Pese a la ilegitimidad de los medios elegidos, el objetivo de acabar con la PSU debe ser discutido. A la PSU se le acusa de ser segregadora y de reproducir las desigualdades. Se le critica su efecto en la educación escolar, la que acaba por enfocarse en entrenar una prueba olvidando lo que no es cubierto por ella (notablemente, la escritura). Además, se le reprocha la presión que impone a los jóvenes, para los que su vida dependerá decisivamente de un momento que ocurre una vez al año.

Es cierto, la PSU tiene problemas serios. Ella no debiera perjudicar a ningún tipo de estudiante. Por supuesto, no puede pedírsele que subsane 18 años de educación desigual, pero hay evidencia de que hay instrumentos al menos tan predictivos y con menores brechas socioeconómicas (el caso de nuestra antigua PAA es uno). La prueba no debiera incluir contenidos que no todos ven en su currículum, como es el caso en los liceos técnico-profesionales, y debiera resguardar la equidad de género. Considerando la diversidad del sistema terciario, y también el efecto de la prueba en la educación escolar, debiera contemplar una batería más diversa de asignaturas, incluyendo secciones escritas. En EE.UU., el SAT incluye cuatro pruebas básicas, pero hay ocho asignaturas adicionales. Finalmente, no hay razón para que la prueba no pueda rendirse más de una vez al año. En EE.UU. se rinde siete veces al año, y a un costo similar, en Israel tres y en Suecia dos.

La mayoría de estos diagnósticos y propuestas son conocidos hace años y cuesta entender la desidia del Cruch para hacer cambios. Afortunadamente, hay ahora una oportunidad: la nueva Ley de Educación Superior traspasa en 2020 la administración del sistema de admisión a la flamante Subsecretaría de Educación Superior. Cuanto antes, la subsecretaría debiera anunciar un cronograma de cambios.

No obstante, el ánimo reformista no debiera poner en cuestión la mantención de un sistema centralizado de admisión basado en pruebas estandarizadas.

La transparencia y objetividad de nuestro sistema son virtuosas. Aquí los contactos o la plata no sirven para entrar a las universidades más selectivas, como ocurre en otras latitudes -escándalos de corrupción incluidos-. En tiempos de desconfianza y crítica a las desigualdades, la transparencia es aún más valiosa.

Por otro lado, un sistema centralizado minimiza los costos de postular para los jóvenes. En EE.UU. se deben realizar complejas postulaciones, todas distintas, a cada universidad de interés. Esto suele favorecer a quienes tienen más recursos, que contratan asesores para el proceso y que pueden, por ejemplo, visitar universidades para mostrar su interés.

Por último, es crucial que la selección sea capaz de predecir el rendimiento estudiantil, pues la deserción es una triste amenaza. Recordemos que al cuarto año, cerca de uno de cada tres estudiantes terciarios abandonó sus estudios. Los instrumentos basados en el rendimiento escolar son necesarios y útiles, pero no reemplazan todo el poder predictivo de una prueba estandarizada, en especial dadas las deficiencias de nuestras escuelas. Diseñar buenos instrumentos es difícil, requiere tiempo y recursos, y por ello hace sentido tener un sistema único con capacidad de diseñar los mejores instrumentos y monitorearlos constantemente.

En suma, a la PSU le llegó su hora, pero no tiremos a la guagua junto con el agua de la bañera.

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