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Columna de Eduardo Riquelme: La ética del político

Si aceptáramos que la política y le ética se repelen, entonces ninguna persona decente podría aspirar a dedicarse a la política. Ella quedaría entregada a los bandidos y corruptos, con lo cual se legitimaría, además, el discurso anarquista que cree que toda estructura de poder político debe ser combatida.

Palacio de La Moneda Foto: Andres Perez Andres Perez

*El autor de esta columna es Eduardo Riquelme Portilla, doctor en Derecho de la Universidad de Navarra. Es un extracto de su libro “La ética del político”, Editoriales BdeF, Montevideo-Buenos Aires, y Reus, Madrid, 2023.

Aristóteles sostenía que el acto político debe estar orientado al bien común. Para Maquiavelo, en cambio, el éxito es la medida de la virtud del político. Es cierto que para gobernar hay que ganar, la cuestión es que no a cualquier costo. No al de hacer un pacto con el diablo, al decir de Weber. No es extraño, ante estos planteamientos, que Foucault estime que todo poder es perverso, idea que abona el discurso anarquista, que valida la violencia política, como reacción ante esa supuesta realidad. Por otro lado, el subjetivismo desde los sesgos (Kant), para la deconstrucción de los conceptos (Derrida), al amparo de la sospecha de toda estructura de poder (Foucault), sin atender a ninguna estructura ética o moral (Nietzsche), ha devenido en una realidad que niega la existencia de cualquier verdad ajena al observador. La validación de la violencia y la exacerbación de la subjetividad han prefigurado un contexto social que ha deteriorado la convivencia y alimentado un victimismo generalizado, expresión de un individualismo nihilista, que estima que el poder, sobre todo el dirigido a hacer efectiva la responsabilidad, es represivo, y que la única verdad universal es el “yo”.

Las consecuencias negativas de abrazar la posición maquiavélico-weberiana se encuentran en dos dimensiones. En una dimensión interna, podemos aventurar que un ser humano que desarrolla una obsesión por el poder, que está dispuesto a hacer cualquier cosa por él, que no tiene apego a la verdad ni una idea de bien común, seguramente es difícil que sienta una plena realización personal y una felicidad interior, incluso en el caso de que alcance su fin. Y, en otra externa, se tiñe a la política de un halo de perversión, como denuncia Foucault sin atender a las causas, podredumbre que desmotiva la participación política, siendo ello un obstáculo para el buen funcionamiento del sistema democrático.

Probablemente sin la experiencia de la revolución en Francia el mundo no hubiera conocido, sobre la base de la legitimidad pseudocientífica de Marx, las experiencias totalitarias del siglo XX, que provocaron decenas de millones de muertes. Ese pensamiento, por su parte, ha ido mutando hasta transformarse hoy en una estrategia que busca la hegemonía cultural, por medio de la agitación a partir de las grietas e injusticias que todo sistema, el capitalista en este caso, produce. El agudizar los conflictos ha sido la carta de presentación del marxismo. Esos conflictos han variado, pero no ha cambiado la justificación de la violencia como medio de acción política, antes para la lucha proletaria, hoy para la lucha de identidades.

Una vertiente más extrema aún es el anarquismo sindicalista o anarco comunismo, que considera a la violencia, con la estela de destrucción y de caos que lleva consigo, como un objetivo político en sí. No tienen demandas, para cuya consecución se legitime la violencia como el comunismo, ellos simplemente buscan asestar golpes a la sociedad, por la satisfacción que ese dolor les puede significar.

Existe una relación entre la ética y la estética, en el sentido de que en los actos reprochables no se aprecia belleza. Y que aquellos que promueven el odio y la violencia actúan «feamente». Por otro lado, existe una estética de la destrucción, que se expresa en rayados y destrucción de las ciudades, de las obras artísticas, de los monumentos, de la propiedad pública y privada; y también en la filosofía, por medio de la deconstrucción.

Es posible y deseable actuar éticamente en la política. No es cierto que ella nada tenga que ver con la ética. Weber sostiene en La ética como profesión que solo está describiendo cómo «es» la política, pero cuando se perfila el modo de ejercer una actividad, necesariamente se entrecruzan y confunden los elementos descriptivos y prescriptivos de la misma. Por eso las referencias al modo en que «es» se leen en clave de «qué carácter debe tener» una cierta conducta para que sea calificada de actividad política. De ahí que se estime que la política «nada tiene que ver con la ética». Pero si aceptáramos que la política y le ética se repelen, entonces ninguna persona decente podría aspirar a dedicarse a la política. Ella quedaría entregada a los bandidos y corruptos, con lo cual se legitimaría, además, el discurso anarquista que cree que toda estructura de poder político debe ser combatida. El reencuentro de la ética y la política debe comenzar por reconocer que no es razonable exigir comportamientos supererogatorios en la actividad política, donde el punto de la virtud puede variar respecto de otros ámbitos, ajustándose a las circunstancias y contexto, y eso no transformará en menos virtuoso al político. Las alternativas del político no son las de ser «santo o demonio», como afirma Weber.

Junto con la erradicación de la violencia, la mentira y el engaño, el reencuentro de la ética y la política pasa por el valor de la lealtad. Sin ella la lucha política pierde su idealismo, al transformarse en la búsqueda del poder en beneficio personal a cualquier costo, incluso sacrificando a los amigos y al grupo de pertenencia, sin el cual la política deja de ser un esfuerzo colectivo. Esa lealtad no debe dirigirse a proteger a los corruptos, pues el valor de la honradez es más grande que el de la lealtad, dado que los efectos sociales y políticos de la corrupción son devastadores para la legitimidad del sistema democrático, cuya preservación es indisoluble del bien común, corrupción que, además, valida la supuesta perversión del poder pregonada por Foucault.

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