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Editorial

Semana del 08 de septiembre, 2012.

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Cuando hablamos de iluminación, siempre pensamos en lámparas, en el artefacto, más que en su función o efecto. Si podemos abstraernos de esta idea y sacar el objeto de la ecuación, el efecto de la iluminación es lo más simple y lo que nos rodea permanentemente. Es lo que va en aumento gradual cuando un nuevo día empieza y lo último que vemos antes de entrar la noche. Es lo que hace un lugar especial y algo que por lo general no podemos describir con palabras.

Desde que el hombre existe ha tratado de replicar lo que la naturaleza crea de forma única: iluminar. Como una necesidad al comienzo, por el placer que produce, después; tratando de controlar el fuego o a través de superficies reflectantes. Hoy estamos en el peak del asunto, especialmente por toda la tecnología que tenemos a mano, pero eso no nos garantiza que los espacios que hoy creamos sean mejores que los del pasado, un comedor solo con velas o iluminación suave rebotada sobre espejos es algo que ya no se hace, no

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tenemos para qué, pero la magia que ello provoca es algo único.

Alguien dijo “la mejor iluminación es la que no se ve”, y es algo que hay que tomar en cuenta al momento de iluminar nuestros espacios. Asesorarse es fundamental y pensar en el tipo de luz que necesitamos, un básico. Como ya lo hemos dicho en otras ocasiones, no todos los espacios necesitan la misma cantidad/intensidad de iluminación.

Aún estamos lejos de poder reproducir la calidad de la luz natural, pero afortunadamente existe un espectro de posibilidades enormes, interiorizarse es lo primero que uno debe hacer.

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