LT Domingo

Columna de Consuelo Saavedra: Maldita Primavera

Después de Estados Unidos, Gran Bretaña se convirtió en el país con más muertes diarias por coronavirus: 917 en las últimas 24 horas. Y quienes hoy mueren pudieron haberse contagiado durante la segunda semana de marzo, hasta 10 días antes de que se decretara cuarentena. Así, mientras Boris Johnson se recupera de la enfermedad, cientos de británicos seguirán muriendo por Covid-19, en parte como consecuencia de la errática y tardía respuesta de su gobierno.

Los magnolios y cerezos son una explosión de flores rosadas. Los narcisos tapizan de amarillo los prados. El termómetro por fin se empina sobre los 20 grados y el sol acompaña hasta pasadas las 7 de la tarde. Pocas ciudades en el mundo brillan como Londres en primavera. Y este año más que nunca. Después de un invierno implacable, con tres tormentas que asolaron Inglaterra durante febrero, los londinenses esperaban ansiosos la llegada del buen tiempo.

Si todo fuera como antes, este fin de semana los 3 mil parques de la ciudad habrían estado repletos de turistas caminando, de familias haciendo picnic, de jóvenes tomando sol. Los mercados de las pulgas habrían sido como hormigueros. En las terrazas de los pubs las cervezas habrían circulado sin pausa y en el río Támesis los equipos de remo habrían cortado la corriente con sus botes.

Pero en Londres nada es como antes.

El sonido del silencio

Desde hace tres semanas que la ciudad está envuelta en un silencio hermoso y aterrador. Colegios, museos, restoranes, teatros, estadios… todo está cerrado salvo servicios y comercio de primera necesidad. En la calle no se permiten más de dos personas juntas (excepto familias) y la orden es mantener siempre una distancia de dos metros con los demás. Quien pueda, debe trabajar desde su casa y las salidas están autorizadas sólo para comprar, ir al doctor, pasear mascotas o hacer deporte una vez al día. Las multas son de 60 libras esterlinas, cerca de 63 mil pesos chilenos, para quienes sean sorprendidos en falta. El metro y los tradicionales buses rojos siguen circulando, pero los pasajeros han disminuido entre un 95% y un 85% según cifras de Transport for London. Lo mismo la congestión vehicular; se ha reducido hasta en un 60% durante las horas punta, de acuerdo a mediciones de la empresa de navegación satelital TomTom. En el suroeste de la ciudad, donde vivo y escribo esta crónica, el ruido de los aviones que aterrizaban y despegaban desde el aeropuerto de Heathrow cada 45 segundos ha desaparecido por completo. Ahora se escucha el trinar de los pájaros y las risas de niños que juegan en los patios traseros. A veces, a lo lejos, una sirena de ambulancia. Y cada jueves a las 8 de la noche los aplausos de los vecinos agradeciendo a los trabajadores de la salud que intentan salvar vidas en los atiborrados hospitales londinenses.

Rebaño al matadero

Hace justo un mes, el pasado 12 marzo, el Primer Ministro británico Boris Johnson dio una conferencia de prensa para anunciar medidas contra el coronavirus. Estas se limitaron a ordenar a quienes tuvieran síntomas, como fiebre o tos, a quedarse en sus casas por una semana. Nada de suspender clases ni eventos masivos, ni cerrar locales comerciales. En ese momento, Gran Bretaña tenía 595 casos confirmados de la enfermedad y 4 muertos. En tanto, la región china de Hubei, donde se inició la pandemia, ya llevaba más de un mes y medio de encierro con 80 mil contagiados y sobre 3 mil fallecidos. Pero más cercana y preocupante era la situación de Italia: tres días antes, el Primer Ministro Giuseppe Conte había ordenado una cuarentena nacional. En ese país los contagios ya sumaban 15 mil y los fallecidos superaban el millar. Boris Johnson y sus asesores miraban Italia con atención. Miles de británicos habían visitado sus centros de esquí durante las vacaciones escolares de febrero. Para ellos, la recomendación fue quedarse en casa si presentaban síntomas de gripe. Pero todo voluntario. Sin testeos. Sin hospital. Autoaislarse era el concepto. El objetivo del gobierno británico, y así lo explicó en la conferencia de prensa del 12 de marzo el jefe de asesores científicos, Sir Patrick Vallance, era mitigar no suprimir. Es decir que el virus circulara por algún tiempo para que la mayor cantidad de personas se contagiara y desarrollara inmunidad. Como si fuera una vacuna natural. Si los casos graves comenzaban a dispararse, se tomarían otras medidas. Por mientras, se gana tiempo. Es lo que se llamó la estrategia de inmunidad de rebaño o colectiva. Sir Vallance dijo además que, de acuerdo a sus cálculos, Gran Bretaña se encontraba 4 semanas atrás de Italia en la trayectoria del coronavirus. Se quedó dramáticamente corto: un mes más tarde, el 10 de abril, Gran Bretaña tenía casi 9 mil muertos, 900% más que Italia en la fecha que el jefe de asesores científicos de Boris Johnson hizo su fallido pronóstico.

Tarde y mal

La mañana siguiente, la portada del periódico Daily Mirror interpelaba al Primer Ministro británico con grandes letras de molde: “¿Es suficiente?”, cuestionaba, ante la falta de medidas para controlar el avance de la pandemia. A esas alturas, muchas instituciones ya actuaban por su cuenta. Universidades como Durham y London School of Economics suspendían sus clases presenciales. La Premier League hacía lo propio con los partidos de fútbol. Las bases iban más rápido y más lejos que 10 Downing Street.

El balde de agua fría llegaría el lunes 16 de marzo con la publicación de un estudio del Imperial College London. Encabezado por el prestigioso epidemiólogo Neil Ferguson, el documento estimaba que con la estrategia de mitigación del gobierno, el coronavirus cobraría la vida de 250 mil personas. Según el modelo, elaborado con los datos más recientes de la evolución de la enfermedad en Italia, suprimir la circulación del virus era la única alternativa viable.

La presión sobre Boris Johnson era cada vez mayor. Pero él se resistía a decretar la cuarentena. Esa tarde su mensaje al país fue ambiguo. Pidió que las familias con alguien contagiado se aislaran por dos semanas y evitaran salir. Pidió que quienes pudieran trabajar desde su casa, lo hicieran. Pidió dejar de ir a pubs, restoranes y teatros, pero no ordenó su cierre. Tampoco suspendió las clases aunque sí los eventos masivos. Afirmó que sin estas medidas, que calificó de drásticas, los casos podían duplicarse cada 5 o 6 días. Una vez más sus cálculos estaban equivocados. Entre el lunes 16 y el sábado 21 de marzo, los enfermos más que se triplicaron, superando los 5 mil. Y la cifra era engañosa ya que sólo se tomaban exámenes a quienes llegaban graves al hospital. Apenas una punta de iceberg detectada con una escasa capacidad de testeo de 5 mil personas al día (la que ahora se ha conseguido aumentar a 18 mil diarios).

Durante esa semana, la tercera de marzo, España, Austria, Bélgica y Francia decretaron cuarentenas generales. Gran Bretaña lo hizo recién el lunes 23, cuando ya no había más alternativa.

Para entonces, en la máxima de las ironías, Boris Johnson probablemente ya estaba contagiado con el virus. Los síntomas -tos y fiebre- se le manifestaron al cuarto día de la cuarentena nacional. Durante la siguiente semana trabajó a distancia y aislado, aunque el jueves 3 de abril se dejó ver en público junto a su ministro de Hacienda, sumándose al aplauso colectivo para agradecer a los trabajadores de la salud. La imagen, que pretendía mostrarlo supuestamente recuperado, solo puso en evidencia que ni él mismo cumplía la orden de aislamiento que había impuesto a la ciudadanía.

BoJo, una vez más, estiraba el elástico. Jugando al límite, como es su especialidad en política. Pero su salud no mejoró y su traslado al Hospital Saint Thomas el domingo pasado dejó al país en shock. Primero se dijo que era para tomarle exámenes. Luego que pasaría a cuidados intensivos, aunque por mera precaución. Por 4 días, Gran Bretaña contuvo la respiración, esperando que su Primer Ministro volviera a respirar con normalidad. El suspiro de alivio fue general cuando se anunció que había salido de la UCI. Al menos para él, si no todavía para el país, lo peor ya había pasado.

¿Qué razones tuvo Boris Johnson para demorar tanto el “lockdown” de su país, poniéndose en riesgo incluso a sí mismo? Los analistas aún no se ponen de acuerdo. Unos apuestan por los dramáticos costos económicos que implicaría la medida; otros, por su reticencia a imponer prohibiciones desde el Estado. Como sea, se desperdició tiempo precioso y hoy Gran Bretaña, que mira pasar la primavera desde el horror, está pagando con vidas. La del propio Boris Johnson pudo ser parte de la cuenta.

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