Opinión

Ministro Marcel

Santiago 21 de agosto 2025. Se realiza un nuevo cambio de Gabinete en el Palacio de la Moneda. Jonnathan Oyarzun/Aton Chile JONNATHAN OYARZUN/ATON CHILE

Su intempestiva renuncia provocó una reacción generalizada de elogios. Nadie que este columnista leyera o escuchara criticó su desempeño a cargo de las finanzas públicas. En el trasfondo de los elogios está la insinuación de que gracias a él nos salvamos de males que, como en la película Hombres de negro, los simples ciudadanos desconocemos. “Qué distinto habría sido todo si Marcel no hubiera estado a cargo” es lo que, con el tono de autoridad propio del conocimiento de iniciados en saberes ocultos, se nos da. Especialmente desde el mundo empresarial. ¿Será para tanto? Lamento discrepar.

Un análisis frío de su gestión, evaluada por sus resultados y no por sus intenciones o sus buenas maneras, que indudablemente las tiene, debiera llevar a una conclusión bastante más matizada. ¿Qué se le puede pedir a un ministro de Hacienda? Eso que coloquialmente llamaríamos “el desde”. Dos cosas, a lo menos: crecimiento económico y orden en las finanzas públicas. En ninguno de estos dos parámetros su gestión es destacable. Habrá economistas que podrán explicar bastante mejor las causas, pero como mi formación –obviamente, modesta en estas materias– es solo de abogado, tengo tendencia a concentrarme en los hechos. La realidad objetiva es que en este período el endeudamiento del país creció de manera explosiva, el gasto público se disparó, el Estado contrató funcionarios a destajo, el derroche de recursos públicos fue escandaloso e incluso se utilizaron los fondos de reserva sin que hubiera más catástrofe que la propia gestión del gobierno.

¿Y el crecimiento? Todo indica que finalmente este gobierno quedará penúltimo en el ranking desde 1990 hasta ahora. La expresidenta Bachelet, en su segunda gestión, sigue imbatible, no solo en la mediocridad económica, sino en las reformas que destruyeron aspectos esenciales del país que caminaba al desarrollo. El actual gobierno intentó superarla, pero fracasó en sus dos proyectos estrella: la nueva Constitución y la reforma tributaria. Ningún análisis riguroso de la gestión del exministro debiera prescindir de esta última iniciativa, que la oposición rechazó unánimemente en el Congreso. ¿Si se hubiera aprobado, lo celebrarían con el mismo entusiasmo? Dudoso, por decir lo menos.

Reconozco que más sorprendentes me resultan las alabanzas a su “disposición al diálogo”. Para usar la expresión que se atribuye al expresidente Barros Luco, habría que decir: “era que no”. ¿Desde cuándo es mérito que las autoridades, en un sistema democrático, estén abiertas al diálogo? Bastante baja la vara.

No resulta razonable evaluar la gestión de los gobiernos de izquierda bajo una suerte de “síndrome de Estocolmo”, en que se elogia “que no haya pasado nada tan grave” o que “todo pudo haber sido mucho peor”, convirtiendo sus fracasos –lo que intentaron, pero no lograron concretar– en virtud. Los fríos números, que tanto gustan a los economistas, son lapidarios en seguridad y economía, cuesta entender por qué debería ser distinta la evaluación en cada una de estas áreas.

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