El triunfo de una revolución

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Gabriel Boric obtuvo el triunfo más resonante del último medio siglo. Consiguió el tercer mayor porcentaje de votos desde la restauración democrática (después de Bachelet 2 y Frei), con la mayor participación desde la instauración del voto voluntario. Lo segundo, probablemente, explica lo primero: los 1,2 millones de votos que se agregaron a los de la primera vuelta se fueron a la candidatura del Frente Amplio, derrotando a los modelos matemáticos que indicaban un resultado estrecho. Tampoco será una sorpresa saber -cuando el Servel abra sus bases de datos, en unos meses- que la masa principal de esos votantes será de jóvenes.

Pero estos números son menos importantes que su significado profundo.

Una línea teórica de las ciencias políticas afirma que cuando una élite es desplazada por otra se debe hablar de revolución. Una revolución incruenta, sin derramamiento de sangre, pero con algún inevitable grado de brusquedad. Ninguna élite se deja desplazar sin resistencia. Boric llega al poder diez años después del movimiento estudiantil que lo instaló en la política, consumando el desplazamiento de la generación de la transición por una generación de jóvenes sub-40 que se ha propuesto terminar con las formas políticas de sus antecesores.

Es una generación que, como todas las jóvenes, no le tiene temor a la violencia ni miedo al desorden del universo, pero que está obligada a dejar esa y otras simpatías blandas en la misma medida en que tiene que tomar las responsabilidades del poder. Y más si se lo ha arrebatado a élites manifiestamente derrotistas, que opusieron sólo una resistencia floja e infiel, en parte porque se agotaron sus líderes con convicciones. En la conjunción de esa derrota con su determinación generacional y personal, el presidente Boric encabeza, por lo tanto, una revolución.

No es menos que eso lo que sucedió en las elecciones de ayer y lo que se vivió en las calles de las ciudades chilenas. En su primer y significativo discurso de triunfo, Boric redefinió las condiciones de esa revolución y la incrustó en 1) la tradición histórica de la democracia chilena y 2) el curso también histórico del pensamiento de izquierda, despojado de maximalismo y exclusividad. Pero, como también era inevitable, el discurso deja más preguntas que respuestas.

La primera de todas es la forma en que organizará su gobierno. De un lado, está la enorme diversidad de los sectores que le dieron el triunfo, todos los cuales tratarán de encontrar un lugar para disponer de poder. De otro lado, está un Congreso poco favorable, dividido, que sería difícil con cualquier gobierno, pero le ha tocado a él, antes de los 36 años, en una noche de euforia. Ambos elementos requieren flexibilidad y sentido de la eficacia. Un gobierno testimonial, dominado por los símbolos, es para este momento lo contrario de la eficacia.

En los próximos 50 días tendrá que quedar definida la mayor parte de lo que será el nuevo gobierno. La experiencia muestra que por lo general son días de gloria y proyectos fabulosos. ¿Cómo serán los de una revolución?

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