Opinión

Estadio Nacional, infierno comunal

27.10.2018 CLASICO UNIVERSITARIO UNIVERSIDAD DE CHILE Y UNIVERSIDAD CATOLICA VISTA DESDE LOS AIRES, IMAGEN PANORAMICA FOTOS: PATRICIO FUENTES Y./ LA TERCERA ESTADIO NACIONAL JULIO MARTINEZ PRADANOS - VISTAS AEREAS PATRICIO FUENTES Y.

Los vecinos de Ñuñoa no lo han pasado precisamente bien por el uso de calles y plazas como baños, moteles, cocinerías y locales de comercio ilegal tras los partidos de fútbol y conciertos en el Estadio Nacional.

El alcalde Sichel ha exigido que los responsables tomen medidas. Pidió que la empresa Azul Azul se querelle por el uso de fuegos artificiales y se quejó por la falta de inversiones para mitigar los impactos de las aglomeraciones en el recinto del Nacional. Sichel afirmó que había compromisos de obras incumplidos desde los Juegos Panamericanos y dio a entender que existían recintos sin recepción municipal definitiva, lo que es gravísimo. Si el propietario del Estadio Nacional fuese privado ya lo hubieran clausurado o reventado a multas. Pero como es fiscal, puede seguir funcionando incumpliendo leyes y compromisos.

El alcalde de Ñuñoa hace bien en golpear la mesa, pero su reclamo terminará en nada si no se toman medidas que ataquen las tres aristas del problema. La primera es urbana y la revisamos en una columna anterior. La violencia en los estadios se inicia, y hace fuerte, en los barrios donde viven los piños de las barras bravas. Por consiguiente no se resolverá mientras estas bandas sigan ejerciendo control territorial y negocios ilícitos, a punta de rayados y balazos.

La segunda arista es política y se relaciona con la incompetencia de los gobiernos para lidiar con la violencia en el fútbol. Este problema se arrastra por 30 años y tuvo su último capítulo con el patético cierre de “Estadio Seguro”. También influye la cercanía de ministros o parlamentarios con las barras bravas, desde que operaban como brigadistas de campañas. Quizás por ello no se restringen los aforos o se implementan controles efectivos para dejarlos fuera, y esto podría empeorar en los próximos años. Como el país vive una crisis de seguridad, se hace difícil tener contingentes adecuados de Carabineros para custodiar los partidos, lo que eleva el riesgo de una tragedia si los clubes no toman medidas.

Esto nos lleva a la tercera arista del problema que es la económica. Seamos claros: si la violencia afectara la rentabilidad del ecosistema vinculado al fútbol, este asunto se hubiera corregido hace rato. Pero las multas por destrozos son pequeñas o se cubren con seguros, y la venta de jugadores no tiene asociado un pago a los municipios que sufren con las externalidades de la industria como ocurre con el cobre o el salmón.

Las barras hacen lo que quieren con las sociedades anónimas, ya sea porque se valora su “aguante” o se temen sus amenazas. La inversión en seguridad es marginal, con excepción de unos pocos gendarmes que –pituteando- tienen el oficio para reducir a los barras más duros. Pero como son más caros, la enorme mayoría de los guardias no tienen experiencia ni equipamiento para contener los hechos de violencia.

Sichel podría clausurar el Estadio Nacional por no tener obras completas o recepcionadas, a riesgo de sufrir amenazas y ataques. Pero esa acción servirá de poco si el gobierno central no hace lo suyo, que es mucho más que completar las obras pendientes. Debe infiltrar a las barras con estructuras criminales e implementar planes para recuperar los barrios donde estos delincuentes - disfrazados de hinchas- reclutan a niños entregándoles la seguridad y el sentido de pertenencia que no encuentran en sus hogares, fracturados por el abandono o la violencia intrafamiliar. Se trata de una tarea compleja que tomará años en dar resultados, pero debemos comenzar ahora. Más rápido podría ser el traspaso del costo real de la violencia a los clubes, elevando considerablemente las multas, exigiendo más gendarmes, o investigando los nexos de gerentes y empresarios en las asociaciones ilícitas que conforman las barras, para que caigan junto con ellos si es necesario.

Por Iván Poduje, arquitecto.

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