Opinión

Hacer patria

La candidatura de la expresidenta Michelle Bachelet a la Secretaría General de las Naciones Unidas más que considerarse un paso lógico en su carrera política, como tanto se ha subrayado, debería ser tomada como una señal de que para un país como el nuestro, en un mundo como el actual, el fortalecimiento de las organizaciones internacionales es un objetivo estratégico valioso y deseable.

Una organización como Naciones Unidas puede lucir ineficiente, una burocracia pesada con logros discretos, pero finalmente, y sobre todo para países como el nuestro -periféricos a los grandes centros de poder- es un foro necesario para tener alguna voz para enfrentar intereses de potencias que los sobrepasan con largueza en poder político, económico y militar. En ese sentido, hacer patria también consiste en considerar las limitaciones de una nación en una esquina distante del globo, con una población pequeña en relación con la de sus vecinos, y un territorio arrinconado y extendido como una cornisa longitudinal siempre susceptible de ser fracturada por alguna catástrofe. Esta condición geográfica inusual fue algo que el propio Presidente Donald Trump notó mirando el mapa y sugiriéndole al expresidente Mauricio Macri -según relató el propio político argentino en una entrevista- que lo más lógico para los transandinos sería invadir Chile para tener así acceso a dos océanos. Macri se lo tomó con humor, tal vez con otro mandatario transandino menos juicioso y más desesperado la respuesta habría sido otra.

La nueva ola de derecha radical extrema mundial ha fijado entre sus objetivos el desprestigio de las organizaciones internacionales multilaterales como una ofrenda a un concepto de patriotismo de clausura -hostil y fóbico a todo lo extranjero- difundido como franquicia adaptable a sociedades de ambas orillas del Atlántico. El argumento es que la burocracia internacional es ineficiente y cara de sostener, apelando al sentido común de contribuyentes que no ven la relación que hay entre esos foros de diplomáticos y funcionarios, y sus propias vidas. Una vez sembrada la duda se alimenta la sospecha y los mensajes que acomodan los hechos o sencillamente los falsifican a través de teorías conspirativas imposibles de demostrar, pero también difíciles de desmontar gracias al desprestigio sistemático de la ciencia y las humanidades: lo que antes era fuente de conocimiento ahora es presentado, por esta nueva derecha radical, como un ámbito amenazante que debe ser debilitado, falsificado o sencillamente eliminado. Así es posible sostener con toda calma que la tierra es plana, que las vacunas son una herramienta de sometimiento y que el paracetamol provoca autismo. Defender opiniones envenenadas con el mismo aplomo con el que se le rinde culto a la libertad de portar armas de fuego como signo de identidad democrática nacional. Es una manera de ver el mundo que desde la raíz cultiva la resistencia a enfrentar las contradicciones que implica un discurso antiélite alimentado por agrupaciones financiadas por, sorpresa, élites de dueños de las grandes corporaciones trasnacionales, y enarbolado, además, por un líder como Trump que abraza visiones de moral religiosa ultraconservadora a pesar de que sus propias acciones y biografía están distantes de ser un ejemplo de observancia cristiana. Desde esa perspectiva es posible invocar el valor de la libertad y al mismo tiempo censurar opiniones, libros o amedrentar a la prensa, o como en el caso del Presidente Javier Milei, desdeñar el papel de las organizaciones internacionales y del Estado como entes necesarios, mientras les implora salvatajes en dólares de última hora al FMI y al gobierno estadounidense para zafar momentáneamente de la catástrofe financiera que amenaza su país. Si la gestión económica del mandatario transandino libertario ha sido tan ejemplar, tan digna de ser imitada, por qué entonces ha tenido que rogarles dinero a entes públicos que el mismo Milei menosprecia, pidiéndoles préstamos imposibles de pagar durante su período presidencial. La gestión de Milei deja a su país comprometido –porque nada es gratis- y debiéndole a cada santo una vela.

A estas alturas es un cliché mencionar los cambios en curso en el orden mundial. Las señales han sido más o menos sutiles, desde la imagen de los líderes de Europa occidental sentados frente al escritorio del presidente estadounidense para tratar la guerra en Ucrania, hasta la secuencia del líder chino Xi Jinping escoltado por Vladimir Putin y Kim Jong-Un arribando a una parada militar apoteósica en Beijing, meses antes de que China pidiera oficialmente dejar de ser considerada una economía “en desarrollo” por la OMC.

Cuáles son las posibilidades de un país como Chile de arreglárselas por sí mismo bajo estas nuevas condiciones. De qué manera los liderazgos de ultraderecha locales pretenderían que un país como el nuestro enfrentara la escena actual retirándose de las organizaciones internacionales o desdeñando el multilateralismo para enfrentar fenómenos complejos como la migración masiva.

La candidatura de la expresidenta Michelle Bachelet a la Secretaría General de las Naciones Unidas más que considerarse un paso lógico en su carrera política, como tanto se ha subrayado, debería ser tomada como una señal de que para un país como el nuestro, en un mundo como el actual, el fortalecimiento de las organizaciones internacionales es un objetivo estratégico valioso y deseable. No se trata tanto de ella, ni de este gobierno, sino de que los intereses de un país al que no le conviene que los foros multilaterales se debiliten, que las organizaciones internacionales desaparezcan; eso solo puede ser beneficioso para quienes más poder -demográfico, económico, militar- tienen, cuyo caso no es el nuestro. Hacer patria no es lo mismo que gritar consignas nacionalistas, insultar a los adversarios y buscar pureza uniforme donde solo hay mezcla y diversidad de pensamiento; también es reconocer las propias debilidades, abrirse al debate franco y buscarle un futuro seguro en este nuevo orden a un país que suele pensarse a sí mismo como una isla, aunque su destino nunca ha estado ajeno al de ese vasto mundo cuyas crisis y penumbras, tarde o temprano, siempre nos alcanzan.

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