Opinión

La cultura de la trampa II

Hace algunos meses escribí una columna sobre la cultura de la trampa en nuestro país, señalando que hay demasiada gente dispuesta a recurrir al engaño con el fin de obtener beneficios individuales. El fraude con las licencias médicas es un buen ejemplo de ello. Desgraciadamente, se siguen encontrando indicios de comportamientos oportunistas y pocas acciones para evitarlos, con la notable excepción de la Contraloría. En esta oportunidad me centraré en la manipulación del Registro Social de Hogares (RSH).

Para tener un sistema de protección social robusto, es fundamental tener la capacidad de llegar a quienes realmente lo necesitan. Y eso depende de algo muy básico: que el Estado sepa, con un mínimo de precisión, quién es quién. Para ello existe el RSH, que es un sistema de información cuyo objetivo es caracterizar a la población, colaborando en la selección de beneficiarios de cientos de programas públicos. Si bien suena razonable, esa puerta de entrada se abre cada vez más a quienes aprietan el picaporte de forma poco honesta.

Las señales ya no son sutiles. Según los datos oficiales, el RSH reporta casi 9 millones de hogares, más de la mitad unipersonales. El Censo 2024, en cambio, encuentra 6,6 millones de hogares y solo 22% unipersonales. ¿Cómo es posible que el Censo registre más personas, pero el RSH muestre muchos más hogares? Esta brecha refleja comportamientos estratégicos.

El RSH combina información administrativa con datos que las personas entregan directamente. Y ahí está el talón de Aquiles. Hay variables imposibles de verificar con registros administrativos: la principal es la composición del hogar, es decir, quién vive con quién. La posibilidad de excluir del hogar a perceptores de ingresos permite mejorar la posición dentro del RSH y así acceder a beneficios.

En Horizontal analizamos el RSH en función de la gratuidad de la educación superior, ya que, debido a su elevado monto, es uno de los principales beneficios que entrega el Estado. Los resultados son bastante elocuentes: los hogares con jóvenes de 18 a 24 años no sólo son más “pequeños”, sino que además tienen menos ocupados que los hogares con jóvenes de 14 a 17 años, pese a que estos últimos tienen menor proporción de personas en edad de trabajar. Además, las diferencias se amplían en los deciles inferiores de ingresos.

Dicho en simple: cuando un beneficio depende de parecer más vulnerable, algunos harán lo necesario para simularlo. Mentir para acceder a beneficios es sin duda reprochable; sin embargo, se debe reconocer que el diseño de las políticas públicas también juega un rol clave. Los programas “todo o nada”, como la gratuidad, generan un enorme incentivo a manipular la información. El resultado es que el Estado pierde valiosos recursos en “falsos positivos” y se genera un daño a la credibilidad del sistema. En un país donde las finanzas públicas están extremadamente estrechas, esta situación no es un problema menor.

Sin duda se debe reforzar la fiscalización, pero también es importante diseñar mejor las políticas públicas. Los beneficios con escalas graduales —que no excluyan completamente a quienes están justo por encima del umbral— reducen el incentivo a manipular el sistema y fortalecen el impacto social de los programas.

Si queremos un Estado más justo, el primer paso es aceptar que los incentivos importan tanto como las buenas intenciones. Y que cuando el diseño falla, no solo se pierden recursos, sino que además se erosiona la confianza de todos.

*La autora del columna es investigadora del Centro de Estudios Horizontal

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