
Una discusión seria sobre gratuidad

En momentos en que la política de gratuidad cumple 10 años de existencia, parece prudente realizar un breve análisis de lo que ha sido su implementación, para evaluar posibles cambios, en el caso de que así se haga evidente.
Si analizamos sus beneficios, la gratuidad ha significado fundamentalmente un alivio para los bolsillos de familias que, en forma previa a su existencia, debían cofinanciar (después de aplicadas las becas y créditos correspondientes) los aranceles de las carreras de sus hijos. Al contrario de lo que se cree, desde el punto de vista del acceso a la educación superior, la gratuidad no ha supuesto un cambio significativo. En otras palabras, el acceso mayoritario a la educación superior es anterior a la aparición de la gratuidad.
Por el lado de los costos, esta política representa un gasto altísimo para el erario fiscal (US$2.500 millones en 2025), creciente en el tiempo y con pocas posibilidades de disminuir. Además, las restricciones que impone la gratuidad han implicado un desfinanciamiento para las instituciones de educación superior, a través de los aranceles regulados (el monto que transfiere el Estado a las instituciones por cada alumno en gratuidad). La definición de estos aranceles regulados se puede prestar, adicionalmente, para un manejo más bien político por parte de la autoridad, como ha ocurrido de hecho en los últimos procesos. Por último, el incentivo de la gratuidad ha hecho que algunos postulantes falseen antecedentes para poder acceder a ella, lo cual ha encarecido aún más esta política.
En este contexto, considerando la débil situación fiscal que enfrenta el Estado de Chile, que no tiene visos de mejorar en el mediano plazo, y las prioridades existentes en materia de política pública, no parece haber más camino que iniciar una conversación seria y profunda respecto de la gratuidad, que lleve a un rediseño de ella, de forma de hacerla sostenible en el tiempo. De otra manera, más temprano que tarde, algún gobierno se verá en la obligación de limitarla fuertemente o, incluso, de eliminarla. Es decidor, en este sentido, que haya sido el actual gobierno, partidario férreo de la gratuidad universal cuando ella fue discutida, el que haya propuesto postergarla en el proyecto de ley del FES (artículo 35). Si el gobierno está consciente del costo que supone la implementación de la gratuidad universal y propone un cambio legislativo para que se postergue, pareciera ser entonces que existe el espacio para iniciar una discusión profunda en torno a ella.
Estoy plenamente consciente de que plantear esta conversación en un año electoral es algo ingenuo, pero, por otra parte, pareciera ser que inevitablemente deberemos enfrentar el problema del financiamiento de esta política, que terminará “estallándole en la cara” a alguno de los futuros gobiernos. Si queremos disponer de recursos para invertir en otras políticas más urgentes o, incluso, en el mismo ámbito de la educación parvularia y escolar, que tienen un mayor impacto social, ha llegado el momento de tener una discusión con altura de miras al respecto.
Por Juan Eduardo Vargas, rector U. Finis Terrae
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