Paula

Estar soltera después de años de matrimonio: “Todo lo que creía saber de mí, de él y de nuestra relación, se desmoronó frente a mis ojos. Y no supe qué hacer”

Me casé con mi pololo de la adolescencia cuando tenía 22 años. Estábamos en la universidad, él estudiando medicina y yo enfermería, y llevábamos ya siete años de pololeo. En nuestras mentes jóvenes y aún fuertemente determinadas por un conservadurismo familiar, no había razón alguna para no casarnos. Habíamos sido los pololos eternos que ya todos conocían y aprobaban y consolidar la relación –que para nosotros era casarnos– era el paso siguiente más lógico.

No pensamos en ese minuto que existían otras opciones y que no era necesario ceder frente a la presión de los demás. En todo caso, nos hacía sentido empezar un proyecto de vida juntos y decidimos hacerlo, incluso luego de que una de mis amigas me preguntara si estaba segura de querer casarme en plena etapa universitaria. Aquella vez lo dudé, pero no veía otra alternativa y me entregué a lo que yo pensaba que ya estaba prescrito para mí. Así pasé a estar casada con la primera y única persona con la que había tenido una relación.

Los primeros años de matrimonio fueron de muchas emociones. De altos y bajos. Como todos los matrimonios, me imagino. A ratos me cuestioné si nos habíamos precipitado, si debimos haber probado otras cosas y si habíamos hecho lo correcto. Veía cómo los años universitarios iban pasando y yo, que estaba aparentemente contenta con mi vida ya tan armada me sentía cada vez más ahogada. Me imagino que él también. Si durante nuestro pololeo habíamos hablado de todo, los años casados se volvieron silenciosos y solitarios. Estábamos juntos, en la misma pieza, pero no compartíamos realmente. Él hacía lo suyo y yo lo mío. Pero ninguno de los dos se atrevía a terminar, por miedo a romper ese contrato. Por miedo a quedar mal. Por miedo a asumir que quizás nos habíamos equivocado. Y así pasamos más de 10 años.

El año pasado, finalmente, me enteré de algo que me decepcionó mucho. De esas cosas que generan un quiebre que es casi imposible reparar. Y la persona con la que había compartido casi toda mi vida, desde los 15, pasó a ser un total desconocido. Todo lo que yo creía saber de mí, de él, de nuestra relación, se desmoronó frente a mis ojos. Y no supe qué hacer. Aquellos que habían sido mis pilares se derrumbaron y no encontraba cómo sostenerme. Estuve ocho meses pasándolo muy mal, inmersa en una tristeza profunda, pensando que no sería capaz de seguir con mi vida, porque de repente me habían sacado todo lo que conocía y todo lo que me había estructurado hasta entonces. Pero al noveno mes, mi amiga vino a mi casa y me preguntó con suma tranquilidad: “¿Qué vamos a hacer? Si me dices que seguimos llorando, te acompaño hasta que sea necesario. Pero te propongo que empecemos de a poquito a ver lo bueno: ahora puedes conocerte sola, y no hay nada más maravilloso que eso”. La manera en la que me lo planteó hizo que la propuesta sonara tentadora. La miré y la abracé.

Y desde ahí en adelante cambié el switch. Me di cuenta que hasta entonces no me conocía realmente, solo conocía un lado mío y que además había estado en función de otro durante muchos años. Ya no estaba ese otro. Y tampoco estaba esa yo. Era algo totalmente nuevo para mí y no sabía muy bien cómo enfrentarlo, pero me generaba curiosidad.

Ha pasado un año desde entonces y me he preocupado de tomarme el tiempo necesario para conocerme y estar conmigo misma, algo que antes me habría aterrado, pero que ahora siento como una necesidad profunda. No niego que a veces me da susto, que aún no tengo del todo claro cómo ni cuándo voy a entablar otra relación, y que incluso a veces pienso que no voy a volver a encontrar a otro compañero.

Y es que aunque sé que soy muy joven y tengo la vida por delante, se me hace imposible no pensar que gran parte de mi vida la pasé con una persona a mi lado pensando que era de una manera y no era así. ¿Cómo volver a confiar? Todos a nuestro alrededor creían que éramos la pareja perfecta y así íbamos alimentando esa fantasía que poco y nada tenía de propia. No era nuestra, porque no nos conocíamos realmente, simplemente estábamos acostumbrados y teníamos miedo a soltar.

Es impresionante como uno se empieza a conocer recién cuando pasa por un periodo de tiempo sola. Pero realmente sola, con todo lo que eso conlleva: estar aburrida, estar ansiosa, encontrar actividades y finalmente superar la angustia. Sigo siendo yo, pero a su vez soy otra persona. Y me gusta sorprenderme todos los días con algo que no sabía de mí. Agradezco esa capacidad que he ido desarrollando de ser flexible y no dar nada por sentado. Porque yo pensaba que era de tal forma, pero ahora me doy cuenta que en otro contexto, soy de otra manera totalmente diferente. Y saber eso es bastante liberador. Es tranquilizador despojarse de esas determinaciones. Siento que no le debo nada a nadie.

No habría podido navegar este año sin mis amigas. He pasado de la pena a la angustia y de la angustia a la paz. Pero de todas formas ellas han vivido cada una de esas etapas conmigo. Desde lo más banal, como cuando pensé que ya no sabía relacionarme con hombres y les dije que ya nadie me iba a pescar porque me había vuelto muy torpe en lo social, a todas las noches que lloré desolada por no saber a qué aferrarme. Porque todo lo que conocía se había esfumado. Pero ellas, aun pasando por sus propios procesos, estuvieron ahí siempre, enseñándome entre risas a jotear en estos tiempos de Tinder y reforzando la idea de que aunque me sienta despojada de lo conocido, siguen ahí.

Cada vez que empiezo a sentirme mal, y cada vez que se me cruzan esas ideas, respiro, me digo que por ahora yo soy mi mejor compañera, y suelto.

Fiorella Márquez (33) es enfermera.

Más sobre:Amor

COMENTARIOS

Para comentar este artículo debes ser suscriptor.

No sigas informándote a medias 🔍

Accede al análisis y contexto que marca la diferenciaNUEVO PLAN DIGITAL $1.990/mes SUSCRÍBETE