Lo que mi mala madre me enseñó

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Soy la hija mayor de las segundas nupcias de mi mamá y mi papá. Mi mamá tuvo una hija antes y mi papá una hija y un hijo. Juntos me tuvieron a mí y a mi hermana, que es un año menor. Mis papás se separaron cuando yo tenía cuatro años y cinco años después mi papá se murió. En ese entonces vivía con mi mamá, mi hermana grande y mi hermana chica. Al papá lo veíamos los domingos. Después de misa nos íbamos a pasar el día con él y mis otros dos hermanos. Era el mejor día de la semana.

Mi mamá trabajó toda su vida y siempre fue una mujer muy hermética. Nunca tuvo muchos amigos ni le gustó salir. Era bastante solitaria y muy preocupada de mantener el deber ser. Siempre tuvo una buena situación económica y de eso se preocupaba; de ser una excelente proveedora. Y así lo fue. Nunca nos faltó nada material, pero falló en el cariño, en lo que tenía que ver con el refugio, la contención. Nunca tuvimos de ella ese amor incondicional de mamá. Cuando volvía de la oficina estaba cansada, así que se iba a su cama a ver televisión. Si queríamos compartir algo del día con ella íbamos a su pieza y ella se daba por notificada, dejándonos la sensación de que la estábamos interrumpiendo.

Ella jamás se involucró en nuestra educación. Con mi hermana, afortunadamente, siempre fuimos buenas alumnas y participábamos de todas las actividades que ofrecía el colegio. En eso mi mamá siempre estuvo ausente. Me acuerdo que cuando volví del viaje de estudios se le olvidó ir a buscarme al colegio y cuando me titulé de abogada y me eligieron para leer un discurso, también se le olvidó. Esas cosas hicieron que con mi hermana armáramos un submundo en el que las dos entendíamos que estábamos solas, que nuestra mamá solamente proveía techo y comida. Como además no había papá, nos tocó ser autosuficientes. Era mi hermana con quien conversaba los temas importantes y en quien buscaba ese apoyo y refugio que nunca tuve de mi mamá. En ella, en las grandes amigas que me hice en el colegio y en la Ani, una mujer increíble que trabajó en nuestra casa y nos entregó amor y cariño. Ella fue quien hizo de ese espacio un hogar.

Mi mamá nunca dijo textualmente que la maternidad no era lo suyo, pero de alguna manera siempre lo manifestó. Nos contaba que cuando se quedó embarazada de mi hermana chica se lo había llorado todo, que había sentido que el mundo se le caía a pedazos. Si le decíamos que estábamos complicadas con un tema del colegio, respondía que ella ya había ido al colegio y que no era su problema. Que nos tocaba a nosotras resolverlo.

A los 24 años me fui de su casa. Mi hermana había ido a un matrimonio con un tipo que no tenía auto, así que se fueron en taxi. Mi mamá encontró que eso era de prostituta. Me acuerdo que el lunes siguiente mi hermana se estaba duchando para ir a su primer día de trabajo y ella entró al baño gritándole que saliera de su baño, que era una barata y no quería estar al lado de una sarnosa que se le daba a los hombres. Obviamente mi hermana se lo lloró todo. Nos fuimos juntas y en la micro decidimos que nunca más íbamos a aceptar una humillación así. A mí se me partió el corazón, porque mi hermana era mi cachorro. Ese mismo día, nos pusimos a buscar departamento. A los cuatro días encontramos uno que nos encantó y a la semana le dijimos que la relación no daba para más, que el nivel de tensión era insoportable y que nos íbamos de la casa.

A mi matrimonio no fue. Tampoco tuve ilusión de que llegara, porque el día que con mi hermana decidimos irnos de su casa entendimos que teníamos que aprender que no había mamá. Tuvimos que aprender también a no depender emocionalmente de nadie y que cada vez que nos vinieran ganas de llorar o nos diera pena la manera en que ella fue con nosotras, teníamos que repetir como mantra practicar el desapego. Para ser honesta, como nunca me sentí demasiado querida por ella no fue tan difícil practicarlo.

Con mis suegros desde el primer día he tenido una relación increíble. Ellos son todo lo contrario a mi realidad: un matrimonio de 45 años que se adora y que han pasado juntos todo tipo de calamidades. Son todo lo contrario al ejemplo que tuve y he encontrado en ellos un lugar de contención. Siento que mi suegra es una mamá que me llegó cuando conocí a Mati, y cuando me casé mi suegro fue mi padrino.

Cuando mi hijo mayor tenía un año y diez meses le encontraron un tumor cerebral. En ese minuto nosotros vivíamos en Antofagasta y su enfermedad implicaba quimioterapia y transplante de médula, así que me vine a Santiago con él y mi marido iba y venía. Desde el primer momento, mi suegra me dijo que estaría conmigo, que iba a renunciar a su trabajo para dedicarse a nosotros. Así lo hizo. Durante los nueve meses que estuvimos en la clínica, ella fue todos los días a vernos. Jugaba con León y nos acompañaba. Ella fue la contención emocional más fuerte que he tenido. Mi mamá, en cambio, no apareció. Nunca.

En los meses que mi hijo estuvo internado quedé embarazada e interpreté ese embarazo como una señal de se iba a sanar. Mi embarazo era vida y no muerte. Mi segunda hija fue mujer, esa que si bien temía tener, como un regalo del universo nació en el día de la madre.

Desde que me convertí en mamá mi primera prioridad ha sido que mis hijos se sientan profundamente amados por mí. Ese, espero, es sello de mi crianza. Cuando tengo dudas respecto a la maternidad, trato de ser la mamá que me hubiese gustado tener, una que entrega mucho amor. A veces mi marido me dice que los castigue de vez en cuando o que les llame la atención. Yo le respondo que lo hago, pero con paciencia. Él se ríe y me dice que mi paciencia es demasiada. Y sí, quizá peco de pasarme para el otro lado, de ser más abuela que mamá, pero mi prioridad es contenerlos.

Mi familia es lo más importante y la cuido mucho, porque no es algo que de por sentado. A mis suegros los tengo presente permanentemente, los hago partícipes de todo. Toda la vida tuve que aprender a valérmelas sola y siendo mujer encontré en ellos el apoyo y la contención que me hubiese gustado tener siempre. Por eso los cuido, porque me enseñaron a valorar, a darme cuenta de que al final del día lo más importante son las personas y las relaciones humanas.

Creo que esto de alguna manera forjó en mí una personalidad súper resuelta, de avanzar, de ser poco enrollada. Y me gusta pensar que si hubiese tenido una vida un poco más fácil, quizás no sería tan optimista y positiva como soy. Mi identidad es una respuesta a una agresión que me hizo la vida, pero que afortunadamente pude convertir en una herramienta.

Trinidad (35) tiene dos hijos y es abogada.

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