Hablemos de amor: “En la salud y en la enfermedad”
Un diagnóstico de endometriosis frustró el sueño de Isidora y su marido de ser padres. La culpa la llevó a pensar en liberarlo del peso de no poder tener hijos.

Conocí a mi actual marido en 2009. Fuimos un año amigos y después empezamos a pololear. Desde el comienzo nos proyectamos juntos y no solo en pensamientos: poníamos en palabras cada deseo de familia. Cuántos hijos nos gustaría tener, qué tipo de educación les daríamos, a quién se parecerían. Incluso apostábamos si íbamos a tener primero niña o niño. Todo ese sueño típico de familia lo imaginábamos como propio.
Jamás pensé que me costaría embarazarme, por eso soñaba con la maternidad con total libertad. Unos años después de casarnos, decidimos ponernos en campaña. Gran parte de nuestro círculo ya estaba teniendo hijos y eso alimentaba la ilusión de que crecerían juntos.
Dejé las pastillas con la ilusión de que nuestro sueño por fin se haría realidad. Pero rápidamente esa ilusión se transformó en un camino de duelos, medicamentos y hormonas. En el primer periodo sentí un dolor intenso. Pensé que era por dejar los anticonceptivos, pero se repitió cada vez con mayor fuerza. Buscamos una opinión médica y la respuesta no fue alentadora: probablemente tenía endometriosis.
Al comienzo me lo tomé a la ligera, como si la doctora me hubiese dicho que tenía una gripe. Salí de la consulta sin hacerle ninguna pregunta, quizás un poco confundida, quizás un poco en shock. Pero después de avanzar unas cuadras, apareció un pensamiento claro: me dijeron algo que no sé qué es. Me estacioné donde pude y me metí a internet para buscar información. Rápidamente entendí que el camino no sería fácil. Que esos dolores podían requerir una operación y, lo peor, que quizás el sueño de tener hijos no sería posible.
En ese momento lo más duro fue pensar que, a pesar de tenerlo todo, quizás no podría cumplir con el deseo tan profundo de ser mamá.
Me costó visualizar una familia solo de dos, me invadió la frustración y, sobre todo, la culpa: no poder ofrecerle a mi marido lo que él también soñaba. Sentía como si lo hubiera engañado, como si me hubiera casado sin darle lo que “se supone” trae un matrimonio: los hijos.
En medio de todas esas emociones, comenzamos con el tratamiento de fertilización in vitro. Lo intentamos varias veces, pero no funcionaba. Tuve abortos espontáneos que me marcaron profundamente. Nadie podía asegurarme que algún día resultaría, pero yo empecé a sentir, desde la guata, que esto no sería para mí. Y que tampoco podía seguir sometiéndome a algo tan traumático.
Decidí hablar con mi marido. Pensé que lo justo era liberarlo, porque el problema era mío. Para mí era un gesto de amor.
Esa conversación fue durante una de nuestras caminatas —nos encanta salir a caminar juntos—. Yo estaba muy frustrada, desahogándome, mientras él me escuchaba con paciencia. Me daba paz sobre lo económico, lo emocional, sobre todo lo que estábamos viviendo. Siempre muy respetuoso, me decía: “hasta donde tú quieras llegar. Si no quieres repetir, no repetimos. Si quieres esperar, esperamos”.
Y ahí me asusté. Porque él me respetaba tanto, que sentí que yo también debía respetar su sueño. No hacerlo sería injusto. Entonces le dije que no lo culparía si quisiera irse; que si su sueño era tener hijos, yo lo entendería.
En mi cabeza esperaba que me dijera que lo iba a pensar. Pero con absoluta seguridad me respondió que el sueño de tener hijos era de los dos, era conmigo. Y que si no se daba, igual sería feliz a mi lado.
Esa respuesta me emocionó profundamente. Sentí paz. Y, sobre todo, dejé de sentirme culpable. Ahí entendí que lo importante para él era yo, y no el sueño que habíamos construído juntos. Me sentí apreciada y liberada.
Desde entonces llevamos este proceso de otra manera. Aprendimos a hacer el duelo gestacional juntos, y también nos abrimos a la posibilidad de soñar distinto: con una vida de dos, con gatos, viajes, estudios en el extranjero. Además, a valorar que no teníamos que destruir lo que habíamos construido, sino transformarlo.
Muchas veces pienso que el hecho de “llorar juntos” fue vital, porque nos sirvió para entender que esto no era algo que me pasaba solo a mí o solo a él: nos pasó a los dos. Tres pérdidas, tres embarazos frustrados, una inversión económica enorme.
Igual es inevitable hacer reflexiones individuales y en mi caso, creo que este proceso me enseñó que soy profundamente amada —no sé si es una reflexión que hacemos muy seguido—, y respetada. Pero también me enseñó a poner foco en mí, que es algo que a las mujeres nos cuesta. Y es que la endometriosis no solo afectó mi fertilidad, también mi salud física. El dolor ha sido constante y por ende los tratamientos e intervenciones también, eso de alguna manera me ha puesto en un rol protagonista, es decir, las decisiones sobre nuestro posible futuro como padres pasan también por mi salud, por priorizar mi bienestar.
Y mi marido ha estado totalmente a la altura. Él ha estado ahí en cada operación, cada guatero caliente, cada parche térmico, cada golden milk para aliviarme. No se quedó en la superficie: investigó, aprendió, me ayudó con ejercicios para el dolor. Acompañó la enfermedad, no solo los tratamientos de fertilidad. Y eso también me enseñó qué significa realmente esa frase que decimos muchas veces sin tomarle el peso: “estar en la salud y en la enfermedad”.
Hoy tenemos un embrión congelado. Es nuestro último intento, lo sabemos. Todavía vivimos un poquito en ese limbo de no cerrar del todo la puerta, pero tampoco dejarla abierta. La diferencia después de todo este tiempo, es que si esta vez resulta, será una alegría inmensa, pero si no, estamos más preparados que nunca para aceptar ese nuevo duelo. Porque lo que sí es una certeza para nosotros hoy, es que, pase lo que pase, seguiremos siendo familia. Una familia de dos.
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