Hablemos de amor: otra forma de celebrar
No todas las fiestas se viven igual, ni todos los años se celebran de la misma forma. Por eso, a veces soltar la "postal" de la celebración ideal, puede ser una forma de estar en paz.

Mi mes preferido del año desde niña, siempre ha sido diciembre. Aroma a carne asada y papas duquesa, pan de pascua, tardes de bañarse con la manguera en el jardín, galletas, yogu yugu de mora y, hasta que los prohibieron, fuegos artificiales de estrellitas, que giraba con la mano mientras intentaba no quemar mi retina deslumbrada.
Las noches de diciembre tienen aroma a celebración, por eso cuando un día siendo adulta me di cuenta de que pasaría Navidad y Año Nuevo sola, me quedé sin aire, detenida y contemplativa.
Estaba divorciada, cero pololo ni candidato, fin de semana sin niños, familia lejos, todo indicaba unas fiestas austeras, más sola que Rose en el Titanic después de la innecesaria muerte de Jack –porque todos fuimos testigos de que había espacio suficiente para dos en esa tabla en medio del Atlántico–. En fin, la soledad me respiraba en la nuca sin piedad y no tenía ninguna intención de pasar estas fechas con la familia de otros, dando lástima, abrazando gente que no conocía y que probablemente no volvería a ver.
El amor propio no bastaba para resolver la situación y sentía una rabia profunda de haber llegado a ese momento por mis propias decisiones.
Me puse a buscar qué hacer. Así fue como leí que el Año Nuevo real del hemisferio sur era el 21 de junio; que el año nuevo chino era en febrero; y que según el calendario maya, faltaban como siete meses. Pero eso no fue un consuelo, porque culturalmente en este país, las fiestas son en estas fechas y se pasan en familia. Estaba perdida.
De la manga de un mago armé un viaje de Año Nuevo flash a San Pedro con dos mujeres que venía recién conociendo y que hoy, después de ocho años, son parte de mi grupo de grandes y mejores amigas.
Ese año no lo olvidaré, porque aprendí mucho de mí y de nuestra sociedad. Lo aprendí en la ausencia: en no tener que armar un árbol, pensar regalos, planificar un menú ni cumplir con la coreografía completa de la Navidad. Lejos de casa, sin hijos y sin la presión de “hacer como siempre”, entendí el rol que todavía tenemos las mujeres en la preparación y elaboración de ese “espíritu navideño” casi irrenunciable. Tengas o no ánimo, pareciera que igual debía haber arbolito, regalos, comida rica y familia para rellenar la mesa. Bastante arcaico, por lo demás, para los supuestos avances de la era de Acuario.
Por eso escribo. Porque todavía pesa con fuerza la idea de que la Navidad y el Año Nuevo solo valen si se viven en familia, alrededor de una mesa llena y con afectos funcionando. Y cuando ese escenario no está –por una pérdida, una enfermedad, una ruptura amorosa, la cesantía o simplemente por estar en otro momento de la vida–, aparece la sensación de que algo anda mal, de que se está fallando en una especie de rito social.
Pero ese imaginario no es la única opción posible, ni tiene por qué vivirse como una carencia. Pasar estas fechas de otra manera: solo, con amigos, viajando, inventando un ritual propio, o incluso viendo el capítulo final de Stranger Things el 31 en la noche con un buen picoteo, no es un fracaso ni un signo de tristeza inevitable. A veces es solo eso: otra forma de estar, más honesta con el momento vital que se atraviesa.
Tendremos luna creciente esta semana, un buen momento para celebrar (solo o acompañado) y para pedirle al universo que nos guíe hacia lo que realmente anhela nuestra alma desde lo más profundo. Así que, que el Año Nuevo llegue como llegue, y se pase como se pase.
Y si no, siempre está la opción de guardarse para el Año Nuevo chino, el Maya, el solsticio de invierno o simplemente para cuando una tenga ganas de celebrar.
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