Vida social y cuarentena: necesito un tiempo para mí
Durante nuestros primeros días de aislamiento voluntario se viralizó un video en el que un español –que ya llevaba bastante más que nosotros en cuarentena– daba cuenta de que sus días se habían copado como nunca antes. "Estoy apurando el café porque dentro de poco empieza una visita virtual en el museo del Prado. Después tengo una clase de yoga por streaming guiada por un vecino del barrio. Luego me tengo que conectar con mi familia, ver las noticias, a las seis hay un aplauso en la azotea, en la tarde dos obras de teatro online y a las ocho tengo que cantar Sobreviviré de Mónica Naranjo", decía.
"Creí que me iba a aburrir pero estoy sobre explotado. Nunca había tenido tantos llamados por Skype como ahora, incluso con gente que no veía hace 20 años. El coronavirus va pasar, pero el estrés nos va matar", relataba en el video. Lo que logra plasmar –con humor y un tono de sátira– el emisor del video es nuestra dificultad por estar realmente solos y sin nada que hacer. Porque el mundo, así como lo conocíamos, se ha detenido. Pero quienes vivimos rutinas permeadas por la inmediatez de las redes sociales no lo hemos logrado del todo.
Pocos días después de ese video, pude constatar este fenómeno. Nos tocaba a nosotros, en este lado del mundo, empezar el mismo proceso de confinamiento que ya había partido en Europa y todos, en mayor o menor medida, sabíamos qué esperar. No pasaron ni dos días y empezaron las videollamadas, las reuniones por Skype y las múltiples actividades –de todo ámbito, desde manualidades a la cocina en casa, pasando por las rutinas de ejercicio y yoga por streaming– a las que podíamos recurrir. Como si estar en silencio, detenidos y sin actividad no fuese una opción válida.
Las redes sociales se transformaron, a su vez, en una especie de manual en el que proliferaron los consejos para no estresarse. Por un lado nos estaban sugiriendo mantener el ritmo que llevábamos previo a la pandemia, pero por otro, era indispensable no estresarse. Ni hablar de colapsar, en este contexto tan atípico en el que, además de una sensación permanente de incertidumbre, pasaríamos por días difíciles y nos veríamos obligados a adaptarnos a nuevas dinámicas laborales y domésticas.
Algunos de estos consejos se repetían más que otros: había que establecer límites entre el trabajo y lo personal; había que dejar de usar el teléfono después de una cierta hora; no debíamos estar tan expuestos a las noticias y teníamos que encontrar una manera, pese a la distancia social, de mantenernos conectados. Mantenernos conectados con el resto, pero quizás más que eso, mantenernos ocupados.
Con el paso de los días –y con el paso de las juntas con amigos por Zoom, House Party y las varias aplicaciones que surgieron para justamente sostener esa necesidad de estar acompañados, o, en este caso, de estar frente a una pantalla simulando encuentros grupales– se volvió evidente y cada vez más innegable que incluso cuando a nuestro alrededor las cosas se han paralizado, el ser humano le teme profundamente al aburrimiento, al ocio y al quedarse atrás. Y está dispuesto a llenarse de actividades y presiones –más incluso de las que ya tenía– con tal de no conectarse con esas dimensiones y, quizás, no darle una posible cabida a sus pensamientos.
A muchos nos ha costado adaptarnos a las rutinas nuevas. Seguimos trabajando –los que hemos podido trasladar nuestros trabajos al espacio doméstico– y seguimos funcionando como antes, con la diferencia de que las cosas no son como antes. Y si bien estamos conscientes de esto, la tendencia es la de mantenerse firme, mantener los lazos y mantener, a toda costa, esa vida orientada a lo social y lo productivo. La posibilidad de desconectarse y de soltar nos aterra. ¿Pero qué pasa cuando el mundo se detiene y nosotros no?
El ser humano es gregario y busca vivir en comunidad. Estar conectados, como lo explican todos los especialistas que han compartido sus visiones estos días, baja nuestros estados de alerta y la eventual ansiedad, porque tener una red de apoyo es un alivio bidireccional. Pero aun así, como explica el psicólogo de la Universidad Adolfo Ibáñez, Cristóbal Hernández, ese espacio contemplativo y pasivo que muchos veces evitamos es sumamente necesario para descansar, reflexionar y reorientar nuestro actuar.
O incluso, simplemente para asustarnos con ese supuesto "vacío" y darnos cuenta de que no está mal. "Actualmente nuestra vida se caracteriza por cambios veloces y rutinas copadas, como si se tratara de ocuparnos constantemente en algo. Ese ocuparnos tiene que ver con la posibilidad de estar al día (y el miedo a perdernos de algo) y es propiciado por las tecnología digitales, que nos invitan a estar sintonizados siempre. Así tenemos algo que anticipar y sentimos que el mundo es más controlable", explica. "En ese sentido, nos hemos acostumbrado a estar constantemente produciendo o transformando el mundo en algo que nos sirva, ya sea para distraernos, adquirir bienes o sociabilizar".
Y es que el desarrollo de las tecnologías –y por consecuencia, las distancias acotadas– nos han hecho sentir que tenemos pleno control, o que podemos predecir lo que va a pasar en nuestras vidas. Y cuando el mundo a nuestro alrededor se detiene, perdemos ese poder de predictibilidad. Eso es lo que nos cuesta. "El mundo para, pero nosotros mantenemos la misma disposición, ese es nuestro hábito: creemos que podemos modificar las cosas y podemos sacarle alguna utilidad. Y nos llenamos aún más de actividades. Esto no necesariamente es un problema, porque somos seres orientados a la ocupación y tendemos a eso de manera automática. El problema surge cuando no lo intercalamos con momentos intencionados de calma. Cuando no soltamos", explica Hernández.
El psicólogo de la Universidad Adolfo Ibáñez, Claudio Araya, planteó en su libro El mayor avance es detenerse (2010) que en tiempos de crecimiento y desarrollo, la mejor opción, paradójicamente, es parar. Parar todo para volcar la mirada hacia adentro, para prestarle atención al presente y no caer en la entrega de respuestas fáciles y rápidas. "La detención es una oportunidad para observarnos y para darnos cuenta que quizás, en tiempos en los que rige cierto frenetismo o incertidumbre, es mejor hacer pocas cosas de calidad en vez de hacer tanto. Y a su vez no vernos abrumados por eso", explica.
"En ese sentido, pasar por una pandemia con la cantidad de herramientas de conexión que tenemos, hace que corramos el riesgo de funcionar como lo hacíamos antes o incluso más porque ya no hay tiempos de traslado, que eran tiempos supuestamente perdidos. Puede ser tentador pensar que disponemos de todo el tiempo del mundo y que tenemos que aprovecharlo para estar conectados, producir más y sociabilizar más. Pero yo sería cuidadoso con esa ilusión. No disponemos de todo el tiempo del mundo, porque necesitamos dormir, descansar, comer y dedicarle tiempo a no hacer nada. Y reconocer que hay cosas que vamos a tener que renunciar, porque no se puede hacerlo todo".
Albana Paganini, Directora Clínica Psicológica de la Facultad de Psicología de la Universidad Diego Portales explica que lo que está pasando es que todas las formas de anticipación con las que contábamos para organizar nuestro tiempo han quedado suspendidas y eso nos angustia. "El efecto es una búsqueda inmediata de tolerar y llenar el vacío subjetivo. No podemos simbolizar lo que está ocurriendo y buscamos en el hacer virtual un sostén que nos termina agobiando".
Lo Último
Lo más leído
1.
2.
3.
4.