Columna de Óscar Contardo: La república fatigada

Iván Aróstica
El presidente del Tribunal Constitucional, Iván Aróstica, fue agredido por manifestantes afuera de la institución, el pasado 19 de diciembre. Foto: Agenciauno/Archivo

La segunda década del siglo XXI había estado dominada en Chile por la crispación y la decepción de los ciudadanos insatisfechos, que demandaban más derechos y una mejor distribución de la prosperidad alcanzada por el país.



Esta columna es parte de la edición especial Reportajes 2018: ¿En qué creer?

El año 2018 fue muchos años a la vez. Todos ellos tuvieron algo en común: el fracaso de las instituciones que hasta hace muy poco se erigían como edificios sólidos de prestigio. El año arrancó con la visita del Papa Francisco, que a la larga acabó por empujar a la Iglesia Católica chilena a un despeñadero moral, policial y judicial. Un derrumbe que la Iglesia compartió con Carabineros, otra institución que hasta hace unos años encabezaba las listas de adhesión popular. La policía uniformada gozaba de una fama de probidad que la blindaba incluso de su participación en los crímenes de la dictadura. El blindaje comenzó a sufrir trizaduras en 2017, cuando un fraude multimillonario quedó al descubierto y acabó por agrietarse este año, cuando un montaje burdo -la Operación Huracán- desnudó las tripas de una burocracia chapucera, aceitada de mentiras y sinvergüenzuras. Finalmente, en noviembre, el asesinato de Camilo Catrillanca sepultó en un basural los jirones de prestigio que Carabineros conservaba. El pozo de la desconfianza seguía llenándose.

¿A quién había que creerle? ¿En quién podíamos confiar realmente? Las instituciones permanecían de espalda no solo a los reclamos, sino a los hechos. Un desdén que explica la revolución feminista de mayo, que comenzó con una toma universitaria: fue la manera que encontraron las estudiantes para obligar a las universidades a mirar de frente el abuso reiterado como parte de la cultura interna de esas instituciones. El abanico de formas en que las mujeres eran desdeñadas, relegadas, ignoradas o abusadas en los campus. ¿Había alguien escuchándolas? Al parecer no, tampoco parecían existir respuestas para ellas más allá de los discursos sobre la manera apropiada de disponer de su cuerpo y las convenciones sobre la conducta apropiada para su género. El feminismo, eso que había sido una mala palabra hasta hace muy poco, tanto en la izquierda como en la derecha, cobró en 2018 una dimensión nueva, que tiñó los discursos, planteó conflictos y estimuló decenas de declaraciones bienintencionadas, aunque probablemente por mucho tiempo más las mujeres seguirán ganando menos, trabajando el doble y viviendo en alerta constante.

Este fue el año de la izquierda pasmada, sobrepasada por su entrañable capacidad para hacer diagnósticos sobre un pueblo idealizado que dejó de escucharla y que es capaz de votar a la ultraderecha, y mofarse de los reproches del viejo militante que exige conciencia de clase, como quien alecciona a un niño malcriado. ¿Por qué hacerle caso? ¿Dónde estaban ellos cuando la población de llenó de narcos, cuando las casas se llovían, cuando el hacinamiento les impedía respirar o cuando los liceos se caían a pedazos? Una izquierda que en la Región del Biobío no tuvo respuesta para las demandas de los pueblos y ciudades empobrecidas ¿El resultado? Una región en donde las sectas evangélicas funcionan como movimientos políticos, con huestes asumiendo puestos de gobierno y aspirando a representación parlamentaria. Un mundo en plena transformación, que la oposición parece no ver, porque prefiere mirarse el ombligo que internarse en un territorio pobre que juzga ajeno.

El 2018 fue también el año de un gobierno desconcertado frente al fracaso de su única promesa: tiempos mejores, más dinero, un nuevo ciclo de prosperidad. Altas expectativas que fueron frustrándose en la medida en que los índices económicos les regalaban morisquetas a las circunspectas autoridades del área. No hubo despegue a la altura de los discursos de campaña. Lo que sí hubo fue un sector político que buscó en la inmigración un chivo expiatorio, y en Jair Bolsonaro un modelo de liderazgo digno de admiración, pese a su historial de ignorancia, intolerancia y fanatismo. Un entusiasmo que derivó en el surgimiento de un neopinochetismo distinto del que conocimos en dictadura, aquel que cundía entre los beneficiados por el régimen. Esta vez, los pinochetistas recurren a la épica de lo contestatario, son los rebeldes -muchas veces de origen popular- que dicen haber sentido temor a expresar su verdadera identidad por las represalias que podrían sufrir debido a la tiranía de la corrección política y a la cultura de los derechos humanos, dos ámbitos que desdeñan. Su discurso ya no es el del statu quo, sino el del valiente que se atreve a confrontar las convenciones que los oprimían. El neopinochetismo raptó para sí el discurso de las víctimas que reclaman haber sido sometidas por un poder mayor. ¿A qué se supone que estaban sometidos ellos? A la izquierda, al Estado laico, a la ONU, a la ciencia y a la propia historia. Desconfían del conocimiento con la misma intensidad que se rinden a la construcción de un pretérito idealizado en donde la Dina tenía las funciones de un guardaparque y el Comando Conjunto hacía deporte aventura en helicóptero. Todos los discursos de una derecha liberal democrática, moderna, quedaron en nada en el momento en que una diputada declaró en un encendido discurso su admiración por el dictador muerto y lo que recibió de vuelta fue una ovación cerrada. La vocera de gobierno nos explicaría que quien la critique, lo hace porque no entiende la rica diversidad que impera en la derecha chilena. Un sector que, como bien sabemos, hace del respeto a la democracia un culto y de la tolerancia, una religión.

Han sido varios años en uno, con giros argumentales y el advenimiento de la cultura de la mentira como arma política. Estrategias viles, que bajo el eufemismo del fake news permanecen sobrevolando como buitres o drones una opinión pública fragmentada, que sospecha de las instituciones y que solo encuentra plena confianza en su Smartphone, en sus contactos de redes sociales y en todo lo que alimente su propio descontento.

Este paisaje disperso, donde la incerteza impera y las indignaciones estallan sucesivamente en un buclé repetitivo que no acaba de resolverse, me recuerda una instalación de Carlos Leppe titulada Fatiga de material. La obra -inaugurada en 2011 en una galería que ya no existe- era una habitación llena de despojos, dispuestos de tal manera que se alcanzaba a intuir que en algún momento había existido allí, al menos en apariencia, un orden y una coherencia violentamente alterados. La sugerencia de una catástrofe indeterminada, de la que solo podíamos intuir su magnitud por los efectos que aparecían frente a nuestros ojos. ¿Qué había ocurrido? No estaba claro, no tenía un nombre. El indicador de la magnitud solo podía deducirse de los daños que percibíamos, la evidencia dispersa en forma de objetos degradados que le indicaban al público que en donde había existido un hábitat ya solo existía un montón de escombros.

La segunda década del siglo XXI había estado dominada en Chile por la crispación y la decepción de los ciudadanos insatisfechos, que demandaban más derechos y una mejor distribución de la prosperidad alcanzada por el país, una riqueza que cada tanto era recordada jactanciosamente por una élite que pensaba que la mejor forma de conformar al pueblo era recordarle que antes todo era peor. El fenómeno que irrumpió en 2011 era, por lo tanto, el despertar público de un malestar extendido que iba desde comunidades hastiadas por el abandono y los problemas ambientales (Freirina, Aysén, Petorca) hasta las movilizaciones estudiantiles, pasando por las marchas para la cobertura de salud y las pensiones miserables. A través de un recuento de las demandas y sus justificaciones, se podía reconstruir el paisaje de dificultades que debía sortear una gran cantidad de chilenos -endeudados- para rozar al menos la promesa de una vida mejor. Los gobiernos respondieron con anuncios de reformas y promesas. Las grandes marchas disminuyeron. Pero el descontento persistió fragmentariamente, se transformó en un ruido blanco o, más bien, en gestiones de crisis acotadas sin una propuesta coherente a largo plazo. Tal como se rellenan los baches de una pista de asfalto, en la medida en que un grupo se organizaba en torno a una demanda, se redactaba una ley con un nombre propio o se destinaba un monto de dinero para calmar el disgusto. La relación entre ciudadanos y autoridades quedó reducida a un mesón de reclamos. ¿Significa eso que el descontento se esfumara? Creo que no, solo se transformó en otra cosa, algo que, como el desastre incógnito de la instalación de Leppe, aún no tiene nombre. R

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