Pauline Kael, una vida crítica

<P>Polémica e influyente, la célebre crítica de cine vuelve en una biografía, a 10 años de su muerte.</P>




Para cuando la invitaron al Mitchell Playhouse de la U. de Oregon State, en 1976, Pauline Kael llevaba tiempo desbordando los acotados límites de su oficio. Sus apariciones públicas eran recurrentes y el estatus de cuasi celebridad no le molestaba: podía ser muy retraída, pero si le daban cuerda era una show woman. Así las cosas, la presentaron allí como "la Mohamed Ali de los críticos de cine".

"¿Cuántas veces ve una película antes de escribir sobre ella?", le preguntaron, terminada su ponencia. "Sólo una". "¿Y qué hay de Persona?", consultó alguien sobre la cinta de Ingmar Bergman. "Tuve que verla tres veces antes de sentir que la había entendido". "Bueno -dijo Kael, riendo-... Esa es la diferencia entre nosotros, ¿verdad?".

La anécdota es referida por Brian Kellow, en Pauline Kael: A life in the dark. Caso inhabitual de biografía de un crítico, su aparición coincidió con la de The age of movies, selección de escritos publicada por Library of America. A 10 años de su muerte, vuelve a la figuración pública. Para irritación de quienes la consideran trivializante y carente de rigor o sistema. Para solaz de quienes celebraron su instinto vitalista y ecléctico, su prosa certera y su insobornable amor por el cine, que a tantos supo contagiar.

Nada de teoría

Si se sigue a Kellow, Kael tuvo como modelos a las chicas agudas y cínicas del Hollywood de los 30; a personajes como los de Bette Davis o Kate Hepburn. Hija de judíos polacos, nació en 1919 en California. La crisis del 29 llevó a la familia a San Francisco, donde Pauline desarrolló su interés en la escritura. Tan grande era éste, que dejó sus estudios en Berkeley para dedicarse a los cuentos y el teatro.

Pero no pasó mucho. Y vinieron años de recorrer el país y ganarse la vida como cocinera, profesora de violín o lo que fuera. En 1952, después de que el director de una revista de cine la oyera accidentalmente en una cafetería, recibió su primer encargo: escribir una crítica de Candilejas. Kael se burló en ella del clímax del filme de Chaplin. Se trata de "la más rica muestra de autogratificación desde que Huck y Tom (Sawyer) asistieron a su propio funeral", escribió.

Una crítica de cine había nacido. Una que buscaba la gratificación en el momento. Que no escondía su fastidio, en la misma sala, cuando las películas la aburrían. Y que las emprendió contra el Hollywood más comercial, pero también contra los seguidores del arte con mayúsculas, que "aceptan la falta de claridad como complejidad, y la torpeza y la confusión como 'ambigüedad' y como estilo".

En 1963 atacó un texto de su colega Andrew Sarris, representante de la "teoría de autor" en EE.UU., sometiéndolo a un examen que más parece una humillación pública. "El aroma de un zorrillo es más distinguible que el de una rosa. ¿Lo hace eso mejor?", se pregunta, tras citar a Sarris estableciendo la "personalidad distinguible" de un cineasta como criterio de valor. Y agrega que la "crítica es un arte, no una ciencia" que deba seguir reglas y fórmulas. Más valen, dice, el gusto, la intuición, la inteligencia y la capacidad de discriminar.

El texto figura en su primer libro, I lost it at the movies (1965), cuyo título puede traducirse como "perdí la virginidad en la sala de cine". A él siguieron Kiss kiss bang bang y piezas como Art, trash and the movies, donde dispara contra el "buen gusto" que limita la curiosidad y convierte a los espectadores en víctimas de un deber ser "culto", mientras en la "basura" hollywoodense pueden encontrarse valiosas manifestaciones de este medio, aquellas que hacen que el cine nos importe.

Fue su entusiasta comentario de Bonnie and Clyde (1967) el que la trasladó de California a The New Yorker. En esta revista escribió hasta su retiro, en 1991, convirtiéndose pronto en una especie de rock star: perfilada en diarios y revistas, ganadora del primer Nacional Book Award a un crítico de cine (1973) y objeto de culto, incluso entre sus colegas, uno de los cuales hablaría de los Paulettes para referirse a los críticos que orbitaban en torno a ella.

Pero hubo también porrazos, como el ensayo Raising Kane, de 1971, donde le restaba autoría a Orson Welles respecto de Ciudadano Kane y le sumaba al guionista Herman Mankiewicz. Allí forzó la cuerda interpretativa e incorporó variados errores factuales. Y Kellow agrega un dato: el ensayo se basa en una investigación de un académico que no recibió crédito por ello.

También está su ruptura de los protocolos. Como cuando, en 1975, comentó Nashville, de Robert Alt-man, cuando la película aún no estaba terminada. Se había hecho amiga del cineasta, como también lo fue de Sam Peckinpah. No le importaba qué pensara el resto, como no le importó si su "franqueza" hacía daño.

Abogada de cierto Nuevo Hollywood (Scorsese, De Palma), fue tristemente célebre por su crítica de El último tango en París (1972): la consideró un hito comparable al que La consagración de la primavera marcó para la música, aunque pocos la reivindicarían más tarde. Y hubo cineastas, además de sus colegas, que se la cobraron en vida: Woody Allen dijo que "ella tiene todo lo que necesita un gran crítico, excepto juicio".

Pero también alentó más de una vocación fílmica. Tarantino, por ejemplo, dice que "fue la profesora en la escuela de cine de mi mente". En 1998, Wes Anderson fue a buscarla para mostrarle Rushmore. Entonces le preguntaron si sus críticas afectaron el modo en que se hacían las películas: "Si digo que sí, soy una ególatra; si digo que no, he desperdiciado mi vida".

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