LT Domingo

Columna de Óscar Contardo: Cuerpos sin importancia

AILEN DÍAZ/AGENCIAUNO

Hay gente que argumenta con aforismos. Lo hace como una manera de economizar energías y apelar a esa experiencia superficial a la que solemos llamar “sentido común”, un fetiche que ahorra el peligro de una reflexión más profunda que nos enfrente a honduras innecesarias. Los aforismos brindan la comodidad de lo inmediato, son frases pulidas por un ingenio de cóctel, que algunos lanzan como si se tratara de hechos o de una verdad que no hace falta examinar. “Quien nada hace, nada teme”, era el aforismo que más repetían los dirigentes políticos que apoyaban el control de identidad y el fracasado decreto espía que le daba a Carabineros el poder de acceder a las llamadas privadas de cualquier ciudadano. Ambos proyectos fueron presentados durante el gobierno de la Nueva Mayoría y apoyados por un número importante de sus dirigentes. El primero prosperó a pesar de la crítica unánime de todos los especialistas en el tema, el segundo, afortunadamente, nunca se llevó a cabo. Fue después de esas discusiones cuando surgieron las primeras señales de un fraude que empezó como un caso aislado y acabó en una trama extendida de malversación de dinero público bautizada como “pacogate”. A la vuelta de los meses, la llamada Operación Huracán dejó en evidencia la manera en que la policía militarizada llevaba a cabo sus labores de inteligencia en La Araucanía. Un año más tarde, el asesinato de Camilo Catrillanca revelaría que las fórmulas de ocultamiento de la verdad al interior de Carabineros eran tan variadas como la cantidad de casos jamás resueltos que se acumulaban en sus archivos.

Hubo dos directores generales pasados a retiro y decenas de uniformados procesados, pero nunca una propuesta para revisar las vigas que sostenían una institución que estaba evidentemente corroída en su cultura y en sus prácticas. La manera de plantear públicamente el asunto era reducirlo a un asunto de ovejas descarriadas, abundantes, pero excepcionales, casos aislados que no podían manchar el honor de una organización cuyos mandos tienden a adoptar la actitud del patriarca que se siente insolentado por los advenedizos cada vez que se les exige rendir cuentas. Como si Carabineros fuese una suerte de ente autónomo que se eleva más allá del escrutinio público natural en una sociedad democrática. La responsabilidad nunca es propia, sino de quienes no comprenden el valor de su trabajo -la prensa, las organizaciones de Derechos Humanos, el progresismo- y quieren mancillar su honor; como si los desfalcos, las muertes y los abusos fuesen un invento o un accidente que debía mantenerse en secreto, porque en esa lógica, sería el costo que debíamos pagar por algo que no se entiende como un servicio público, sino como un sacrificio que debe ser aplaudido sin reparos. En síntesis, una organización con escaso control civil e inexistente cultura de crítica interna, que cultiva una peculiar percepción de sí misma y de su rol. Así planteadas las cosas, pese a todas las señales de alarma, ni el anterior gobierno ni el actual consideraron la necesidad de una reforma a la policía uniformada, sino un “irrestricto apoyo” que se tradujo en más atribuciones, porque electoralmente era lo que más rendía en la época en que los noticiarios abrían sus ediciones con portonazos y cerraban con detenciones ciudadanas. El resultado ha sido, a la larga, una crisis de derechos humanos con muertos, miles de civiles heridos, centenares de denuncias de abusos y torturas, y decenas de mutilados oculares durante las protestas que sucedieron al estallido de octubre pasado.

La última consecuencia de esta política de los aforismos y el corto plazo quedó fijada en dos imágenes: la del cuerpo de un muchacho yaciendo inerte bajo el Puente Pío Nono, mientras un grupo de Fuerzas Especiales se retiraba sin prestar auxilio, y la de un carabinero sorprendido merodeando la residencia de la fiscal que investiga las circunstancias en que ese joven acabó en medio del torrente. Nuevamente, las declaraciones absurdas, las contradicciones, el lenguaje elusivo, indirecto, condicional, que se equilibra entre las verdades a medias, las mentiras puras y duras y el tono amenazante de quien se sabe inmune a la justicia. Otra vez la vulgaridad de frases como “esto es sin llorar”, dichas por un senador para justificar lo injustificable.

Hay una cuerda que se está tensando demasiado y que ha dibujado una línea cada vez más peligrosa entre la aspiración legítima de orden y seguridad, de un lado, y los requisitos mínimos de una democracia real, del otro. Esa frontera no debería existir, como tampoco una policía que se enfrenta a los ciudadanos descontentos y a los más pobres como si fueran sus enemigos, cuerpos sin importancia, siempre sospechosos -"no son blancas palomas"-. Hombres, mujeres, adolescentes y niños a merced de una furia oscura y un orgullo venenoso blindado por la impunidad.

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