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Hotel: Delicioso

Es lo suficientemente cómodo, fino, prudente, cálido, sureño, como para perder la cordura. El Hotel Boutique Los Caiquenes, en Puerto Varas, es elección para cualquier época del año y para viajeros de cualquier parte del mundo.

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¡Tanto regaloneo! ¡Decirles que sí a todos sus caprichos! 

-Mmmm, me tomaría un vodka tónica -exclama con tímida emoción un huésped alemán.

-A mí unos locos me hacen agua la boca -continúa el otro, recostado en un sofá.

Y no es que estemos exagerando la historia, porque es así como sucede. En el Hotel Los Caiquenes, en Puerto Varas, tratan a sus huéspedes como visitas, los complacen, les dan en el gusto. Porque según su dueña, Isabel Duhalde, de eso se tratan las vacaciones. Es la única época del año donde todo fluye, porque siempre hay tiempo para una comida más, para una segunda conversación mientras se consume el fuego de la chimenea.

Isabel y su marido, Héctor de Mussy, viven hace veinte años en Puerto Varas. Tuvieron una familia grande, casa enorme, responsabilidades en talla XL. Y hoy, cuando solo les queda su hijo menor a cargo, decidieron retorcer su jubilación. Retorcerla y reír, gozar de un proyecto propio, hacer un hotel boutique.

El Hotel Boutique Los Caiquenes se ubica en el kilómetro 9 camino a Ensenada, en la ciudad de Puerto Varas, en la Región de Los Lagos. Son ocho habitaciones, seis que miran al lago y dos al jardín y al volcán Calbuco. Exquisito, insuperable, suave. Las sábanas son de 400 hilos, la ropa de cama hecha de un superalgodón... al meterse en ellas uno se resbala seguro. Habitaciones luminosas, amplias, austeras, simples, delicadas. Isabel, criteriosa, fijó importancia a lo que realmente interesa en un hotel de esta categoría: comodidad de lujo, tranquilidad perpetua y tener esa seguridad de que al apagar la luz solo abundarán lindos sueños entre las sábanas.

Los baños también son impecables. Hay un corte fino detrás, es fácil percatarse de la escala con que se pensó el lugar.

Con los muebles ocurre algo similar. No hay ninguno de más, de hecho solo hay espacio para los utilitarios. Armarios, roperos, una biblioteca con libros, un sofá para leer esos libros. Lo demás molesta.

Por el nombre

Llega un huésped y ese huésped tiene un nombre. Se lo saben con semanas de antelación, todos en este hotel conocen su nombre. Chilenos y extranjeros, los viajeros se van fascinados. “Esta fue nuestra casa durante 18 años. Era enorme, era innecesario seguir viviendo aquí. Entonces decidimos hacerla hotel, mi marido es el chef de la cocina, y yo, la dueña de casa. Lo digo así porque todo lo que he hecho, movido, restaurado, comprado, cada detalle, lo hago con cariño especial. Estamos presentes todo el día, que todo funcione como reloj”, cuenta Isabel.

Repararon algunas cosas pero no arrasaron con grandes cambios. Mantuvieron las tejuelas de alerce del exterior de la construcción y compraron en demoliciones pisos de casas antiguas de la zona. “El piso interior es de laurel, el de las vigas y el revestimiento, de roble. También tuvimos que cambiarle el subsuelo, esta era una antigua casa rural, era algo necesario”.

¡Queremos comer!

Dicen los rumores que aquí se comen los infalibles manjares de la zona. Locos en su punto, mermelada casera, cócteles de buena calidad -y con buena música de fondo-. Solo verduras orgánicas, huevos de campo, pan amasado, queques, kúchenes, merluzas. “Utilizamos productos naturales, pocos adornos y muchísima simpleza. Incluso, los huéspedes pueden convidar a comer a algunos amigos... se les reserva el comedor principal, se instalan y ellos hacen de dueños de casa. El bar también es independiente, ellos sacan el hielo, lo que quieren y luego se anotan en el registro”, explica la mentora.

Comer, leer el diario, una revista mejor. Jugar a los cachos en el salón principal, escuchar un disco de Charles Aznavour mientras se afinan los últimos toques en la cocina.

-Está listo, pueden pasar a la mesa.

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