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Una Noche _x0007_en Mugaritz

Si antes los restaurantes de las grandes ligas brillaban y se mataban por las conocidas estrellas Michelin, hoy también lo hacen por un número. Desde el año 2002 que la revista Restaurant de Londres junto a S. Pellegrino crearon el ranking de los 50 Mejores Restaurantes del Mundo, una escala elaborada por más de 900 jueces internacionales que cada 12 meses sueltan, con bombos, platillos y los chefs más encandilantes del planeta como público, una nueva jerarquía que ha ido acumulando una inusitada y polémica relevancia. Se celebró el pasado 1 de junio y Mugaritz, la increíble mesa vasca, salió número 6, marcando además el récord de ser el único restaurante que se ha mantenido entre los 10 mejores por 10 años. De ahí que queramos retratar lo que es la experiencia de este lugar. Pasemos a degustar, que esto da hambre. 

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Para cualquier ser que ame comer en restaurantes, la sola palabra ‘Mugaritz’ simboliza un montón de cosas. Es, para un simple comensal, toda una experiencia que no tiene nada que ver con lo vivido hasta el momento en que se prueba, algo tan complejo como sabroso y tan cautivador como diferente. A la vez, y para muchos cocineros, es lo que todo restaurante aspira ser: una mesa que hace lo que quiere, ubicado aisladamente a 10 km de San Sebastián, en el País Vasco, en una casa preciosa, con un departamento de i+d (ideas y desarrollo) tan completo que cada uno de los platos es como un mundo de investigación al que enfrentarse. Sin embargo todo resulta cercano y tremendamente vasco, la tierra a la que hace honor en cada uno de sus productos y sus alimentos, con una cocina global que resalta las mil y una maneras de concebir y transformar lo que se come, con estacionalidad y tanta visión como pasión por un equipo poderoso y trabajador liderado por Andoni Adúriz (1971), quizás el cocinero que mejor ha explorado el universo de la tierra y el entorno llevado a las preparaciones y que, por cierto, ha editado alucinantes libros de gastronomía que hoy son casi biblias.

¿Estoy hablando algo inentendible? Tal vez. Para nosotros, a 11 mil kilómetros de distancia, comentar lo que ocurre en Mugaritz puede ser como hablar en chino, solo algunos manejan ese idioma pero todos dicen que es el del futuro. Para mí, una devota de la gastronomía, fue como llegar a un templo, casi como un peregrinaje que debía hacer y que definitivamente recomiendo a todo ser que ande por esas tierras. ¿Por qué? Aquí se lo cuento.

Oremos, hermanos,… y comiendo

Mugaritz significa en vasco ‘roble de la frontera’ y hace honor al árbol maravilloso del restaurante que marca la frontera entre Rentería y Astigarraga, dos localidades vascas llenas de naturaleza que en esta primavera se ven atiborradas de verde mientras uno llega desde San Sebastián, en auto arrendado, por lejos la manera más sencilla de lograr alcanzar esta ubicación que, por cierto, solo el GPS supo decirnos cómo acceder.

Mi sonrisa es como la de una niña en una fábrica de chocolates. Estoy tan contenta por al fin poder probar el sabor de Mugaritz que todo para mí tiene otra connotación. De hecho, voy pensando en su significado y siento que además de hacerme mucha gracia el roble que de un lado es un lugar y al opuesto otro diferente (cosa que se marca en todo el restaurante con una franja de luz en el techo) tiene también que ver con el concepto límite, el mismo que siempre se ha cruzado en este restaurante, creando nuevos productos, cambiando estados, llevando las texturas a otros niveles. En el fondo el tema ‘frontera’ en Andoni y Mugaritz siempre ha sido parte de su comida soterradamente, el hasta dónde alcanza el imaginativo comestible, la comprensión o incluso la fantasía. Así que lo digo, es primavera, los pájaros y las mariposas bailan y todavía no sé si son internos o es algo que realmente ocurre en este sitio.

¡Y me doy cuenta de que sí! Hay una huerta tan maravillosa como necesaria. Una terraza (todos celebran que no llueva en la zona, así que el estar afuera para los primeros bocados es lo que se lleva). Un jardín que abraza, unas mesas bajas con sillones que reciben, copas de lo que quieran y la luz de las 8 de la noche tan cálida como romántica hace que todo sea hermoso, relajante, acogedor.

Debo aclararles que este restaurante cierra sus puertas los meses de invierno (entre diciembre y abril), esa es época de creación (lo sigue siendo durante el año de todas formas) intensiva y mayor investigación. Después ya vienen los lanzamientos de su menú degustación, lo único que ofrece el lugar por un valor de 185 euros por persona, es decir, 133 mil pesos sin incluir tragos. Esto incluye, como ellos mismos lo plantean,  “una experiencia gastronómica de cerca de 24 platos en los que el placer se insinúa confundido en una melodía impredecible a través de armonías sensoriales, emociones, recetas o mensajes culinarios…”.  Por supuesto los platos son pequeños, algunos bocados, varios se comen con las manos, otros ofrecen hasta juegos. Así que no queda más que entregarse entero. Y eso es lo que hice.

“Digan clítoris”

Esa fue la frase que soltó José Ramón, el descaradamente simpático y atento jefe de sala de Mugaritz, cuando se ofreció a sacarnos una foto apenas llegamos a nuestra mesa de la terraza. Imagínense el risotón y la cercanía que despierta. Cero hielo, todo como en casa y comienza el desfile: Guiso de cochinillo crujiente y acederillas silvestres (un cilindro perfecto y sabroso con tanto sabor a cerdito que me hubiese comido miles); Pan con fuet tierno, que en realidad era hecho de tomates secos y otros secretos, sorprendente; Chanchería marina (sepia ahumada, sardina y mejillones en diferentes formas); Costilla de cerdo crocante (una cajita con sal y algo gelatinoso sabroso del porte de un dedo en ella); Bestiario vegetal (berenjena ahumada); Canelón vivo (germinados de chía con erizo) y un helecho con encurtido alucinante. Es ridículo que trate de explicarles cada uno de los platos (tendría que escribir un manifiesto que incluiría tantos ingredientes como palabras inentendibles).

Lo que sí les puedo contar es que cada uno de estos momentos fue sorprendente y emocional. Aquí hay una comida que traspasa el concepto de llevarse algo a la boca, hay una búsqueda por conmover, por generar una reacción, puede ser asombro, incluso rechazo. Hay un cambio del fondo y forma que plantea una propuesta, un cuento que se comienza a leer. Uno entra en una historia, en una especie de acuario donde caben todos los alimentos vistos desde otro prisma, mutados desde su simpleza y génesis para ver hasta dónde llegan. Y lo mejor de todo: con buen sabor.

Pasar a la sala ya es otra cosa. Hay mesas divididas por maderas haciendo que todo se sienta en intimidad. Al centro de cada mesa una escultura de plato (¡ni siquiera los platos son comunes!, pienso). Hay gente de todos los colores, hay risa en cada uno de ellos. Aquí se pasa bien. A pesar de ser una comida ultraespecial, ultra-Mugaritz, todos gozan como si estuvieran comiendo el guiso de la abuela, y eso es lo que hace creer que finalmente esta cocina es entendible por todos, porque más allá de las formas, el resultado es rico. Y punto. Viene una seguidilla de platos que además de fotografiar dan ganas de llevárselos a la casa, tenerlos en el velador y pegarles un mordiscón en cada sueño que aparezca. Como por ejemplo la Mil Hojas de Espinaca, una delicada porción de pura espinaca cocida a baja temperatura y con una salsa de carne, tan sabrosa y tan dulce como jamás pensé que podía serlo este vegetal. También un trozo de Raya finamente cocinada. Mero a la parrilla con esencia de chuleta, un sabor glorioso, mezclando cerdo y mar. Otro fue el de Hígado de pato sobre crudo de carne, tan rico que casi no dejaba comerse en una comunión de sabores celestiales. Una gran sorpresa es un hongo de roquefort injertado en un trozo de pan con leche que después de un tiempo y varias temperaturas y humedades crece en el pan convirtiéndolo en puro hongo, que después es un rollo que cubre un trozo de anchoa, fantástico y asombroso. Hubo platos sensibles, de recuerdo, más sencillos, como el de Cabeza de ajo asada con pan, donde uno hacía lo que quería con ellos (mezclar, estrujar, devorar), también el de Pan (de levadura madre por supuesto, con un aireado y una corteza digna de árbol) con queso vasco francés puro y profundo.

Siguen postres como una tarta delicada de güisqui, fresas y crema, polvorón de maní y culminan con una torre de madera preciosa que se desarma en siete cajitas que simbolizan los pecados capitales, cada una con bombones de chocolate diferentes; por ejemplo, hay una que viene un tremendo trozo de chocolate y es el de la gula, otro con brillos y espejos que es el del orgullo, el solitario, la envidia. Y así. Un cierre sensacional, juguetón, gracioso.

La experiencia es suprema, el servicio es fantástico. Entre medio te invitan a conocer la cocina, que es como una máquina perfectamente bien sincronizada, donde te sirven además un bocado. Todo es cercano, alegre, pensado, coherente. Todo es a mil estrellas (en las Michelin tiene hace rato sus dos, por cierto). Dan ganas de abrazar a todos y hacer una ola de agradecimientos porque sí, lo vivido es único y eso es lo que se aplaude de Andoni y todo el equipo de Mugaritz. Una vivencia que hace sentir que se está en lo mejor, no porque se compita, sino porque lo que se vivió es, desde su génesis, único.

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