Crítica de cine: Baby Shower
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Tres mujeres llegan a visitar a su amiga del alma en una casona en medio del campo. La idea es celebrar su embarazo, pero ella tiene un plan oculto, relacionado con los frecuentes telefonazos que prefiere no contestar.
En paralelo a las tensiones que aparecen entre las mujeres, una presencia anónima las acecha. Muy pronto ese visitante pela el cuchillo y la sangre empieza a correr.
Baby Shower en principio no está muy lejos del clásico terror slasher rural que reinventara Martes 13 en 1980 y que resurge cada cierto tiempo en títulos como Los extraños (2008).
Illanes, desde luego, está consciente de la herencia que carga el género y de ahí que sus homenajes cinéfilos sean atractivos y no simples guiños al recolector de trivia. Se agradece que haya visto suficientes películas B de origen tránsfuga y actores desconocidos como para abrazar los clichés en vez de huir de ellos.
Desde luego que hay momentos que no se pueden creer y diálogos que bordean la parodia. Pero, a diferencia de una larga lista de cintas nacionales que podríamos citar aquí, en la película de Illanes ese desmadre es intencional y no producto de la simple pretensión.
Sin embargo, lo que mejor funciona en la historia no son sus psicópatas de cartón y sus mutilaciones, sino las escenas entre las protagonistas: es más perturbadora la idea de esa amistad evaporada en minutos que la de esa amenaza a medio camino entre Osho y la familia Manson.
Al detenerse en ese melodrama de lealtades traicionadas, la película consigue un interés más allá del cuchillazo y el susto. Cuando vuelve al acoso de los villanos, la cinta se deja ver, pero jamás convence por completo. Ese desbalance entre lo que sucede dentro de la casa y las cacerías y torturas que aguardan afuera en los bosques, impide que Baby Shower destaque sobre la medianía del género.
Lo que queda para recordar es la vocación saludablemente sádica de la puesta en escena: aquellas actrices maduras siendo masacradas sin piedad ni ceremonia, en contraposición a las muchachitas núbiles a las que nos tiene habituados el Hollywood contemporáneo. O esa escena para los anales donde una pandilla de locales son abatidos al más puro estilo del videojuego en primera persona.
Tal vez la primera escena gore del cine chileno haya sido el destripamiento de Jaime Vadell a manos de campesinos en La expropiación (1972), de Raúl Ruiz. Desde esa macabra fábula sobre el choque entre buena intención y latifundio, hasta el mundo femenino y acotado de Baby Shower han pasado no sólo cuatro décadas. También hemos aprendido a abrazar sin culpas ni cargas ideológicas la pulsión más básica del cine industrial: gozar el sufrimiento ajeno.
La película de Illanes peca de irregular, muchas de sus actuaciones bordean lo absurdo y sus recursos no son nada de elegantes. A pesar de eso, entretiene porque es cruel, bruta y fea sin disculpas: las sagradas características que han mantenido vivo al género del slasher, el mismo que aquí recién empieza a asomar cabeza como corresponde en el cine local.
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