La majestad y la estela

En las elecciones de este año, parece, predominarán los debutantes.




Dice Shakespeare en el final de Enrique V que el heredero de la corona, que había sido un príncipe desordenado, frecuentador de tabernas y bajos fondos, campeón de la jarana y de la alegre Doll Tearsheet, fue finalmente un rey justo y noble, que en un breve tiempo dio gloria a Gran Bretaña y que legó "una estela de majestad".

Los gobernantes, o los líderes en general, son valorizados finalmente por esa estela. La estela no los precede; como el príncipe, pueden tener una mala carrera, un pasado laxo, una biografía un tanto crápula. La estela es lo que dejan después que ese pasado se ha convertido en olvido e irrelevancia.

A los aspirantes a líderes democráticos, sin embargo, se les pide cuando menos un anticipo. Dado que no son príncipes, se les solicita que ofrezcan señales, indicios, alguna capacidad de inspirar, alguna pista sobre las grandezas que avizoran para los tiempos que vienen. Importa un poco menos que su pasado no sea perfectamente angélico si por el otro lado, por el futuro, pueden ofrecer una sinopsis de la estela.

No se trata del programa, una fantasía que los candidatos rara vez tienen estructurada. Michelle Bachelet, en sus dos postulaciones, proyectaba la idea de un país más equilibrado, solidario, participativo. No habría necesitado un discurso para expresarlo, y es muy temprano para saber si lo logró. Pero ese era el anticipo de su estela, inequívoca, translúcida. Mientras más se hunde uno en el historial de la transición, más nítida se ve la estela de cada presidente. Hasta el golpe de Estado tuvo la suya.

En las elecciones de este año, parece, predominarán los debutantes. De los cuatro candidatos principales a la primera vuelta, a lo menos tres serán novedosos (el cuarto está por verse entre Kast, Ossandón y Piñera, pero de momento es más probable que no lo sea). La primera prueba que han enfrentado son las encuestas, que hasta ahora han estado registrando muy poco más que su grado de conocimiento público. No hay en eso valoraciones muy distinguidas.

La segunda prueba se está presentando en estos días, con la creciente necesidad de tomar posiciones, opinar y responder a otras opiniones. El riesgo aquí es enorme, pero –nuevamente- no tiene nada que ver con los programas, sino con esas imágenes leves, representaciones fantasmales del futuro, las trazas del Chile del 2022, una noción de la estela. Hay quienes creen que esto se consigue con golpes de audacia, frases fuertes e ideas violentas, sin reparar que por esa misma ruta pasa también la delgada línea entre la originalidad y el cretinismo.

El riesgo, en realidad, es decepcionar, y no es claro que los candidatos novedosos lo estén percibiendo con el dramatismo que tiene. Hay en el ambiente algo frívolo, amistosillo, naturalista (¿cuándo ha sido el naturalismo un valor?), una pizca de complicidad callejera, otra de excitación nerviosa ("uy, mira dónde estamos, a dónde hemos llegado") y unas ganas narcisistas de subir las apuestas. El psicoanálisis podría hacer un festín del estado actual de estas candidaturas. Por suerte para ellas, los psicoanalistas están ocupados en cosas más serias.

Pero se trata de la Presidencia de Chile.

Y este es el lado serio de la cosa: la depreciación del rango y el cargo, su reducción a un concurso de aficionados, su degradación a las sencillas ganas de revolver el gallinero (de los candidatos o de sus votantes). ¿O es, al revés, que esto refleja un entusiasmo por la política, un incremento de la vocación pública asociado con una ampliación de la democracia que pone a la más alta institución de la República al alcance de cualquiera? ¿No traduce un estado de anomia política, de pereza social e intelectual por la cual esa institución ya ha dejado de importar y da lo mismo quién la gane?

Desde la restauración democrática, en seis elecciones se han presentado 32 candidatos presidenciales, un promedio de 5,3 por elección. El año récord fue el 2013, cuando postularon nueve. En todo ese período estuvo siempre claro que la fuerza electoral se repartía entre dos coaliciones, reforzadas por el sistema binominal, lo que quiere decir que, del promedio, 3,3 candidatos estuvieron siempre de sobra. Eran testimoniales o tenían fines publicitarios.

Desde el 2003 el Servicio Electoral devuelve unos 887 pesos (valor de hoy) por cada voto obtenido, pero no se produce devolución si el gasto declarado es inferior al total que representan los votos. Además, el volumen de votos se ha contraído en lugar de seguir el crecimiento de la población. Por increíble que parezca, en las elecciones de 2013 votó medio millón menos de electores que en 1989, y para este año parece lógico estimar que serán aún menos. Por tanto, la única manera de ganar dinero con una candidatura sería falsificar los gastos de campaña. La ley del 2003 permite no perder todo el dinero, lo que puede ser un buen incentivo si el objetivo es sacar partido de las externalidades que provoca una alta exposición pública: en este caso habría más negocio que testimonio.

Hoy no sólo está en duda la existencia de dos coaliciones hegemónicas, sino que una ya se ha fracturado, de modo que en su esfera (desde el centro hacia la izquierda) habrá tres candidatos. De este modo, para noviembre son seguros un candidato de Chile Vamos, uno del Frente Amplio, Alejandro Guillier, Carolina Goic, José Antonio Kast y Marco Enríquez-Ominami. Si además se cumple sólo la mitad de los anuncios que han hecho diversas personas en los últimos meses, las candidaturas finales podrían llegar a 10 o 12, con perfecta conciencia de que a) casi todas perderán dinero; b) la mayoría llegará sólo hasta noviembre, aunque la carrera larga es hasta diciembre, y c) varias serán olvidadas en cosa de semanas.

Y además, de todas estas, ¿en cuántas se podrá divisar alguna estela?

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