Histórico

Trieste: el secreto literario de Italia

Quien haya leído a Julio Verne, Italo Svevo o Claudio Magris sabrá que esta ciudad, ubicada en la frontera con Eslovenia, es uno de los rincones más cosmopolitas, misteriosos y desconocidos del país europeo. Capital mediterránea del café —y de los cafés literarios—, hogar adoptivo de James Joyce y antiguo puerto del Imperio Austro-Húngaro, Trieste es, quizás, el lugar menos italiano de Italia.

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A Trieste y Venecia las separan dos horas de viaje, 13 euros de billete de tren y un abismo de personalidad tan grande, que es fácil creer que no son parte del mismo país. Si es cierto que las ciudades son como personas, "con almas y temperamentos propios", como escribió el poeta inglés Arthur Symons, Trieste es el pariente taciturno de la familia italiana; el primo introvertido que prefiere leer antes que ir a una fiesta. Para dar un ejemplo cinematográfico: si Venecia es la exuberante Sophia Loren en la escena del striptease de Ayer, hoy y mañana (1963), de Vittorio de Sica, Trieste es algo así como la ensimismada Monica Vitti de L'avventura (1960), el drama existencial de Michelangelo Antonioni.

Por eso, para evitar decepciones, antes de llegar hay que hacerse un lavado de cerebro. Todo cliché, postal turística, imagen soñada o prejuicio sobre Italia debe desaparecer. Trieste no es Venecia, Florencia, Roma o Milán. No es góndolas, Renacimiento, basílicas, moda, Fellini ni coliseos. No es amor a primera vista, como otras ciudades europeas, pero el flechazo llega cuando se descubre su pasado literario, cosmopolita y esplendoroso, del que hoy solo quedan placas conmemorativas y fachadas de mansiones. El que venga con una servilleta al cuello esperando comer espagueti, mejor que saque los lentes y se ponga a leer.

Trieste, ubicada en la frontera entre Italia y Eslovenia, fue la gran puerta hacia el Mediterráneo que tuvo el Imperio Austro-Húngaro hasta 1918, una joya de la dinastía de los Habsburgo que por cinco siglos funcionó como un crisol de las culturas italiana, eslava, germánica y judía. Durante el régimen de Mussolini, se intentó italianizar a sus habitantes, y tras la Segunda Guerra Mundial, con vistas a impedir que su diversidad avivara el impulso invasor de los países vecinos, los aliados la convirtieron en una ciudad-estado libre que duró hasta 1954, cuando Italia la anexó.

Para los amantes de los libros, fue la cuna de Italo Svevo, Umberto Saba y Claudio Magris, tres de los escritores italianos más importantes del siglo XX, y durante diez años fue hogar del novelista irlandés James Joyce, autor de Ulises (1922), la gran novela moderna. Si eso no basta, también fue el lugar donde el joven Freud comenzó sus estudios sobre sexualidad abriendo anguilas para investigar sus testículos —órganos que jamás encontró—, y el puerto desde el cual el famoso nazi Adolf Eichmann se fugó a Buenos Aires con un pasaporte falso.

Con todas esas historias en mente, Trieste gana un atractivo que no se percibe de buenas a primeras. Porque hay que ser honesto: lo que se siente al ver la ciudad cuando no se sabe nada de ella es la nostalgia de un lugar que perdió su gloria y riqueza. Por eso no aparece en los itinerarios turísticos habituales, pero por algo está en las guías más sofisticadas, como 36 Hours, el libro que The New York Times dedicó a las 125 ciudades que merecen una visita en Europa.

Un café con Magris

Trieste recibe al visitante con la fuerza de la bora, el viento que baja de los Alpes julianos y que, en sus peores momentos, alcanza 150 kilómetros por hora. La brisa recuerda a Punta Arenas, pero la estética de la ciudad hace pensar en el centro de Valparaíso, con sus palacetes mal tenidos y sus tiendas de otro tiempo, como peleterías para señoras, mercerías polvorientas y farmacias que huelen a naftalina.

Un buen comienzo de ruta es la Piazza dell'Unità d'Italia, la plaza con vista al mar más grande de Europa y el lugar más impresionante de Trieste, un espacio de nueve mil metros cuadrados rodeado de edificios neobarrocos saturados de detalles. De ahí nacen calles retorcidas y avenidas rígidas —reflejo del espíritu italiano y la mentalidad alemana— que desembocan en el Gran Canal, una zona navegable del siglo XVIII que refleja en su arquitectura la multiculturalidad de este rincón de Italia.

A su derecha se alza el Templo serbo-ortodoxo de la Santísima Trinidad y San Spiridione, uno de los más bellos de Europa; al fondo se ve el edificio neoclásico de la iglesia católica de San Antonio Taumaturgo y, a pocos pasos de allí, está la gran sinagoga de Trieste. Cafés de estilo vienés y mansiones, como el apoteósico Palacio Gopcevic, propiedad de un serbio millonario, completan el cuadro. Podría ser el punto más turístico de la ciudad, pero los viajeros brillan por su ausencia: el que quiera llevarse algún recuerdo, tendrá que luchar por encontrar una tienda de souvenirs.

Cuando paseó por aquí el escritor francés Stendhal, en 1830, lo que más le llamó la atención fueron los aires orientales que se respiraban en los alrededores del canal, donde era común ver a hombres vestidos a la usanza turca, en los tiempos en que este rincón del Imperio Austro-Húngaro colindaba con el Imperio Otomano y recibía a inmigrantes de todos los orígenes, entre ellos serbios, griegos, armenios y albaneses.

En el siglo XX, Trieste continuó siendo una bisagra de culturas: la Piazza Ponterosso, al lado del canal, fue el punto donde los yugoslavos de la época de Tito, como el músico Goran Bregovic, llegaban en bus para comprar jeans americanos y discos de rock, cuando la ciudad era una de las escasas puertas de la Cortina de Hierro que conectó, con permiso del mariscal de Yugoslavia, a los mundos capitalista y socialista.

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Ahí mismo, en el puente Ponterosso, la gente se cruza con una estatua sin pedestal de James Joyce, ciudadano ilustre que escribió aquí Dublineses (1914), Retrato del artista adolescente (1916) y los primeros capítulos de Ulises. El que quiera seguir sus pasos, puede hacer el itinerario que propone el Museo Joyce dedicado a su vida en la ciudad, a la que llegó en 1904 para enseñar inglés, y donde conoció a su alumno más célebre y amigo, Italo Svevo, a quien Trieste también honra con un museo propio y una estatua.

Si de literatura se trata, todos los caminos llevan al Café San Marco, refugio de escritores como Svevo, Joyce y también de Claudio Magris, a quien todavía se ve, si se tiene suerte, leyendo en alguna de sus mesas. Su decoración art nouveau, su café excepcional, su librería y su ambiente intelectual lo convierten en un imperdible. Al que no le interese nutrir la mente con su pasado literario, le interesará alimentar su estómago con alguna tentación de la carta: imposible partir de aquí sin probar un café vienés (expreso con chantilly), lo mejor de Italia y Austria unidos en una taza.

Pero no sólo de literatura vive Trieste: aunque se pelea el título con Turín, la ciudad es la capital italiana del café, cuna de la marca Illy y puerto libre al que llegaron durante siglos los granos con los que se abasteció toda Austria-Hungría. La tradición cafetera se resume en la infinidad de lugares donde degustarlo (incluso está la Universidad Illy del Café) y en el hecho de que cada triestino consume 10 kilos de café al año, el doble que en el resto de Italia. Ojo con el vocabulario propio: un espresso se dice un nero; un cappuccino se llama capo in B y se sirve en un vaso.

Los disgustos de Kafka y Rilke

La historia intrincada de este rincón fronterizo inspiró a Julio Verne para escribir la novela Matías Sandorf (1885), sobre las aventuras de un noble de Trieste que busca liberar a Hungría del yugo de los Habsburgo. Sus 500 años de dominio imperial se ven en la arquitectura, en la influencia austríaca en la pastelería y en el carácter tranquilo de los habitantes, pero también en la mezcla de idiomas que se oye en las calles, desde el italiano y el dialecto triestino, hasta el esloveno, el serbio, el croata y el alemán.

De ahí que en su libro Trieste y el significado de ninguna parte (2001), la escritora de viajes británica Jan Morris lo haya llamado un "no-lugar", ya que el sincretismo cultural que se respira en sus calles da la sensación de estar en todas y en ninguna parte. Tanto así —escribe la autora—, que según una encuesta de 1999, el 70 por ciento de los italianos ni siquiera sabía que Trieste era parte de su país.

Como en el resto de la región, hay ruinas romanas —un teatro y un arco que nace, de forma surrealista, desde los muros de una casa—, pero no hay museos de arte atractivos como en Venecia. El Castillo de Miramar, ubicado frente al mar y a unos 15 minutos en bus del centro, es la gran atracción de la zona en términos de turismo tradicional. Se trata de la residencia del archiduque Maximiliano de Habsburgo, un palacio imponente del siglo XIX que parece sacado de un cuento de hadas.

Menos ostentosa es la Catedral de San Giusto, un edificio de estilo románico y gótico construido en 1320, emplazado en una colina desde la que se tiene una vista panorámica del mar Adriático. A sus pies se abren calles sinuosas en las que se encuentran restaurantes donde comer las especialidades de la zona —pescados y pasta con mariscos—, y si se sigue caminando por el barrio, se puede visitar la librería anticuaria del poeta Umberto Saba, quien cuando no escribía vendía libros antiguos.

Un chocolate caliente o un café con torta Sacher en el Café Stella Polare bastan para volver a la ruta literaria: ahí venía a diario Joyce para tomar café y comer un pastel. Como el Café San Marco, este lugar fue uno de los predilectos de los intelectuales que, como Svevo, venían a leer y a escribir. Hoy, sus terrazas están llenas de lectores y viajeros que llegan con libros de Claudio Magris en las manos.

Pero la "dulce melancolía" de Trieste, como la llama Jan Morris, no sedujo a todos los escritores que pusieron sus pies aquí. En 1912, Rainer Maria Rilke, uno de los poetas más grandes de Europa, recibió la invitación de una princesa para pasar un tiempo en su castillo triestino. Dicen que la fuerza de la bora le devolvió la inspiración, y tras meses de sequía creativa, comenzó a escribir una de sus obras mayores, Elegías de Duino (1923). Pero según cuenta el escritor español Javier Marías en Vidas escritas, Rilke habría confesado más tarde que la ciudad, en sí misma, le disgustó. Lo mismo le pasó a Franz Kafka, quien se llevó los peores recuerdos del año en que vivió aquí, en 1907, cuando trabajó como empleado en una compañía de seguros y no logró jamás sentarse a escribir.

Hoy, Trieste es un rincón tranquilo de Italia, quizás más tranquilo que hace un siglo, y el único indicio de revuelta está en las banderas independentistas que cuelgan de los edificios, señal con la que miles de triestinos exigen de vuelta su autonomía.

Hay quienes adoran la ciudad, como Joyce, y quienes la detestan, como Kafka, pero más allá de los gustos de cada escritor, fue Svevo quien encontró la mejor fórmula para describirla en su obra maestra, La conciencia de Zeno (1923): "La vida no es bella ni fea, sino original". Exactamente como Trieste.

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