
Coaliciones sin brújula, país sin destino
La crisis de conducción política no distingue colores. Mientras el oficialismo navega sin estructura, la oposición carece de horizonte común. Sin coherencia ni liderazgos capaces de asumir tensiones internas, Chile corre el riesgo de seguir a la deriva.
Las críticas a Óscar Landerretche han sido duras, casi viscerales. Se le acusa de poner en riesgo “la unidad de las izquierdas” por advertir sobre la falta de claridad del Frente Amplio frente a la violencia del estallido social y por manifestar dudas sobre si, como oposición, volverían a actuar del mismo modo. Pero más allá de los adjetivos, ¿alguien ha refutado realmente lo que dijo?
Landerretche no hizo más que poner en palabras una inquietud legítima que parte del progresismo ha evitado enfrentar: sus ambigüedades frente a la violencia política. En su afán por preservar equilibrios internos, el oficialismo ha postergado debates urgentes que requieren definiciones claras. En lugar de responder con argumentos, muchos prefirieron acusarlo de inoportuno. Se mata al mensajero, pero no se toca el mensaje.
Este episodio deja ver una fragilidad mayor: el oficialismo no opera hoy como una coalición política estructurada. No tiene nombre, ni mínimos orgánicos, ni una conducción clara. Se sostiene en equilibrios tácticos más que en acuerdos sustantivos. ¿Cómo ofrecer gobernabilidad si ni siquiera hay un relato común ni normas básicas de convivencia política? La indefinición deja un vacío, que es llenado por desconfianzas mutuas, improvisaciones y señales erráticas hacia la ciudadanía.
Este no es un problema exclusivo del oficialismo. La derecha también enfrenta dilemas estructurales que ha preferido minimizar. La tensión entre Chile Vamos y republicanos no es solo electoral: es una disputa de proyecto. Mientras el primero aún se mueve dentro de los márgenes institucionales, dispuesto a transar en políticas clave, el segundo opera desde una lógica de oposición total, muchas veces al borde del desprecio por el sistema democrático mismo que se expresa en obstruccionismo legislativo que deslegitima y no construye país.
La reforma previsional lo evidenció con claridad. Chile Vamos votó a favor, reconociendo la urgencia de avanzar en un sistema más justo; el partido Republicano, en cambio, votó en contra, reforzando una narrativa intransigente que privilegia el punto político por sobre el avance social. ¿Qué tipo de liderazgo puede surgir de una derecha dividida entre quienes quieren incidir en la gobernabilidad y quienes prefieren el confort de la crítica desde la trinchera?
La paradoja es evidente: el oficialismo tiene el gobierno pero no tiene estructura; la derecha tiene estructura, pero no una hoja de ruta compartida. En ambos mundos hay un déficit de conducción política y, más grave aún, de voluntad para enfrentar las tensiones internas sin esconderlas bajo la alfombra. Ninguna coalición puede sostenerse largo tiempo sobre acuerdos implícitos o sobre una política que rehúye de sus propias fracturas.
La ciudadanía observa. Y lo que espera no es unanimidad, pero sí coherencia. Coherencia para condenar la violencia venga de donde venga. Coherencia para decir lo mismo dentro y fuera del poder. Coherencia para entender que el arte de gobernar no es imponer ni cancelar, sino hacer posible lo necesario. Esa expectativa de consistencia —que cruza sectores y generaciones— está más presente que nunca.
Las coaliciones —oficialistas u opositoras— deben demostrar que son algo más que sumas tácticas. Que pueden sostener una visión común, hacerse cargo de sus contradicciones y dar estabilidad a un país que ha vivido demasiadas incertidumbres. Y eso parte, aunque incomode, por hablar de lo que muchos prefieren callar.
Chile no necesita unanimidad ni discursos heroicos, sino liderazgos capaces de asumir contradicciones sin esconderse del espejo de su propio tiempo.
Por Natalia Piergentili, directora de asuntos públicos de Feedback.
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