Columna de Ascanio Cavallo: El sistema de esclusas



Al borde de los cien días desde el plebiscito del 4 de septiembre, el Congreso logró un acuerdo para desarrollar un segundo proceso de reescritura constitucional. No es un mérito pequeño. Hacia la mitad del período, parecía que tal acuerdo sería imposible, un panorama que no dejaba de entusiasmar a sectores como el Partido Republicano y el Partido de la Gente, por la derecha, y a la disidencia del Partido Comunista y los numerosos grupos y grupúsculos que se sitúan más allá de él, por la izquierda. Todos ellos (excepto, tal vez, el PdG), preferirían esperar un clima social que les fuese más propicio.

Pero lo que se produjo fue un cambio en el clima parlamentario. Y lo que salió de él fue el sistema más complejo que se podía imaginar, con seguridad el más complicado de toda la historia constitucional chilena. Y eso que hasta la difunta Constitución de 1980 pasó por una enrevesada mecánica de cuatro grupos hasta llegar a las manos de Pinochet.

¿Qué expresa esto? De un lado, el acuerdo del 12 de diciembre puede ser visto como el esfuerzo de un Parlamento fragmentado por superar el clima de desconfianza que se deriva de los cálculos de cada sector para no perder poder. Del otro, es también un empeño por sobreponerse al cisma societario producido por la Convención Constitucional, cuyo desmesurado texto fue entendido por una mayoría abrumadora como una amenaza existencial en contra del país.

Al final, el acuerdo es un sistema de esclusas, esa forma en que la ingeniería hidráulica controla los cauces con fuertes desniveles, lo que es una metáfora bastante adecuada para describir lo que viene pasando entre las instituciones y el voto popular desde el 2020 en adelante: triunfo de la derecha en alcaldes, de la ex Concertación en concejales, de la izquierda en presidenciales, de la derecha en parlamentarias, de la ultraizquierda en constituyentes, de la ex Concertación en gobernadores, en fin.

En el mecanismo constitucional se divisa la sombra de esas incertezas.

Primero, un grupo pequeño de juristas redacta los artículos de la reforma constitucional que se necesita para reiniciar el proceso, lo que supone derogar y sustituir al menos los artículos 130 a 143 del texto actual. Después, una comisión de 24 expertos designados por el Congreso elabora un anteproyecto, que es el primer borrador de una Constitución completa. Luego, un Consejo Constitucional de 50 miembros elegidos aprueba, corrige o modifica ese borrador hasta llegar a un texto final. Los límites de esas correcciones son supervigilados por un Comité Técnico de Admisibilidad de 14 miembros, también designados por el Congreso. Al final hay una corroboración por el Parlamento y después una ratificación por plebiscito nacional. En suma, hay tres grupos designados (juristas, expertos y comité técnico) con funciones de supervisión, y dos grupos elegidos (Consejo y Congreso) con funciones de decisión, y dos elecciones populares: la que elige a los consejeros y el plebiscito de salida.

Es una ruta más enrevesada que larga: todo el proceso debería estar concluido en un año. En ese caso, el Presidente Boric podría promulgar la más grande de sus reformas, que al final podría ser la única, y desde luego la única que también le facilitaría cabalgar sobre el panorama recesivo de la economía durante el primer semestre de 2023, en el que sería raro que consiguiese promulgar algo. La amarga experiencia de los gobiernos con las crisis económicas (Frei Ruiz-Tagle, Lagos, Piñera) es que los parlamentarios se vuelven más chúcaros, excepto cuando hay dinero para repartir (Bachelet 1). Esta vez, el gobierno de Boric tiene una tempestad asegurada para abril, cuando se discuta el proyecto del llamado “sexto retiro” previsional, del que puede depender la situación del ministro de Hacienda.

El gobierno tiene así un triunfo estratégico al alcance en el mediano plazo. Pero se expone a arruinarlo si toma la opción de inmiscuirse en el proceso, como lo hizo con la Convención Constitucional. Es indudable que tendrá muchas presiones internas para hacerlo, en especial desde Apruebo Dignidad, donde radican hoy los grupos más descontentos con el acuerdo. De la capacidad para contenerlos -cosa que no hizo en el proceso anterior- depende no ya el éxito del proyecto constitucional, sino su propia estabilidad.

Conviene tener en cuenta que la fiebre de reformas políticas y sobre todo constitucionales que ha recorrido a América Latina en la última década no ha tenido resultados exitosos. Desde Argentina hasta el Caribe, desde Perú hasta Centroamérica, la mayoría de esas reformas no han logrado evitar el desequilibrio ni la polarización, y en muchos casos han irritado los sentimientos populares con la evidencia de que sólo se trataba de retener el poder en forma indefinida. El más reciente iluminado, el presidente peruano Pedro Castillo, también se proponía crear una nueva Constitución, sólo que al costo de pasar por encima de la vigente. Está preso.

La obsesión constitucional es una propiedad de la clase política. Esto no quiere decir que sea negativa, sino sólo que no se puede olvidar que los ciudadanos tienen a veces preocupaciones muy distantes. Para muchos de ellos, una Constitución divisiva significa que sus problemas seguirán pendientes, mientras se prolonga la riña política. Una Constitución consensuada es una señal de que esa refriega ha quedado atrás. Es lo que enseñó la reforma de 1989, que entonces era muy mayor, aunque hoy algunas la crean bastante menor. Para los que no ven tan lejos, por si acaso, está el 4 de septiembre, el 62%.

La democracia, dijo alguna vez Hannah Arendt, sólo vive cuando está dispuesta a comenzar de nuevo por sí misma sin permitir que se imponga un único punto de vista.

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