
Demasiados problemas
Las negociaciones de Estados Unidos con países o grupos de países en torno a los aranceles han terminado de descoyuntar la gobernanza mundial. Ahora vienen muchos a descubrir que el centro de la globalización era la libertad de comercio y que ella misma garantizaba -y no al revés- un orden basado en normas. Todo el discurso antiacuerdos de libre comercio se revela como una boutade mal reflexionada. La ideología anticomercial es tan vieja como los Evangelios, pero no ha construido una alternativa para generar una circulación amplia de bienes.
En lugar de fortalecer las normas, Trump ha creado un caos de reglas ad hoc, sin que una mayoría de los países haya encontrado una manera de liberarse de esta maraña de proposiciones extrañas. Excepto, quizás, la perceptiva presidenta de la Unión Europea, Ursula von der Leyen, que, en un galope sobre la psicología de Trump, consiguió un acuerdo del bloque que le regaló la sensación de triunfo al jefe de la Casa Blanca.
Von der Leyen ha sido sensible al hecho de que Europa enfrenta demasiados problemas como para emprender un desplante de orgullo frente a una vanidad desproporcionada. Eso correspondería a otros tiempos y otros protagonistas: otra película. Por supuesto, un coro de voces se ha levantado en contra de la “humillación” de Europa, una calificación que -diría Alemania, principal impulsor del acuerdo- quizás sería justa si hubiese una alternativa mejor.
En todo el mundo, la mayoría de los países, con más o menos enojo, ha terminado por ceder. El PIB de Estados Unidos subió un 3% en el segundo trimestre de este año, en parte porque ha estado recibiendo más ingresos externos que en mucho tiempo.
Los efectos negativos que las mismas medidas tendrían en el plano doméstico -alzas de precios, probable inflación, crecimiento limitado- tardarán meses en producirse. Trump tendrá todavía una ventana amplia de popularidad, para no decir de confirmación de su política MAGA. La base de MAGA, hay que recordarlo, es la idea de que Estados Unidos ha sido abusado por el mundo durante mucho tiempo, un juicio que comparten muchos estadounidenses de a pie.
Como ha hecho notar el gran economista Richard E. Baldwin, en ninguna otra región del mundo ha existido la tentación de imitar a Trump. El comercio libre ha continuado normalmente, tal como los tratados. Estados Unidos representa entre el 15% y el 18% del comercio mundial. Es una proporción alta, pero queda todo el resto. Sería una mala idea constituir otros bloques alternativos, que de modo inevitable serían mutuamente excluyentes. Para una mayoría de países, Estados Unidos es un socio comercial importante, pero no único. Se puede vivir sin él.
Esa mala idea la ha tenido Lula, que quiere invitar a los BRICS a una respuesta concertada contra Trump. En otras palabras, una guerra comercial. El problema es que en ese grupo hay por lo menos una potencia totalitaria (China), otra imperialista (Rusia) y otra nacionalpopulista (India). Semejantes adversarios sólo pueden fortalecer a Trump y ensanchar su base de apoyo entre los ciudadanos estadounidenses.
Es un hecho que Trump anunció un aumento arbitrario de aranceles de 50% para Brasil, sobre la base de un asunto de política interna: la prisión del expresidente Jair Bolsonaro y su inhabilitación política, que dejaría abierto el paso para que Lula consiga un cuarto período presidencial. Es un acto de injerencia ilícita, sin duda. Pero Lula, a diferencia de la mexicana Claudia Sheinbaum, se lo ha tomado en forma personal y ha desviado la muy reconocida diplomacia brasileña hacia el proyecto de los BRICS, con nuevos invitados de muy baja confiabilidad, como Irán. Lula puede dar la lucha con un bloque restringido; la paradoja es que si ese bloque se hace muy grande, entonces sí que el comercio sufriría una conmoción global, que podría afectar a mucho más del 20% de los intercambios mundiales.
Siempre se podrá decir que quien empezó fue Trump, pero eso carecerá de importancia en un mundo vuelto atrás, retrocedido en más de cien años.
Chile se salvó de un sobrecastigo arancelario, lo que se debe menos a la acción del gobierno que a la excelencia de sus empresas productivas, incluyendo a Codelco, cuyas exportaciones están bien diseñadas en calidad y oportunidad. En la campaña presidencial interna, cuya singularidad ha sido la sucesión casi diaria de foros con los candidatos, ha habido escasas referencias a la política exterior, pese a que será uno de los asuntos más delicados para el próximo gobierno.
En este terreno, la carga más gravosa la lleva Jeannette Jara, cuyo partido respalda a Corea del Norte, China y Rusia -incluso su invasión a Ucrania- por el solo hecho de que (por ahora) todos ellos se oponen a Estados Unidos. Es el producto de un atavismo que sigue pensando en la Rusia de Putin como extensión de la Unión Soviética. Pregunta distinta es cómo se puede llamar de izquierda un partido que apoya una guerra imperialista, a un gobierno de oligarcas y a un líder militarista. Es probable que Jara tendría con esto los mismos problemas con el programa económico: poco conocimiento, años de consignas, contradicción con el partido y escaso realismo.
Ya no se trata de Maduro o de Cuba, sino de una visión de los asuntos globales cuando no hay aliados en quien confiar. Chile ha llevado una exitosa política exterior durante casi 40 años, esquivando los conflictos radicalizados -y a veces, hasta las pulsiones de sus presidentes- y manteniendo su filiación occidental, sin romper con Oriente. Esta navegación a vela, a ratos tortuosa, será mucho más complicada en los próximos años. Si nadie les está exigiendo mucho a los candidatos, es porque Chile, igual que la Unión Europea, tiene demasiados problemas. Pero este también lo tendrá.
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