
La religión de la unidad

El país no se cae a pedazos, no. No atraviesa por una situación crítica, no. No parece estar al borde de ningún abismo, no. Las metáforas de la catástrofe no lo describen correctamente. Todo eso es cierto. Y también es cierto que está estancado, que los ingresos de sus gentes no progresan, y que su democracia está en peligro, pero solo por el hecho de que la democracia siempre está en peligro. Es el sistema de gobierno más frágil y más difícil de conservar.
Lo que sí está ocurriendo es que el gobierno se despeluca demasiado rápido. El “pato cojo” lo ha golpeado con singular ferocidad, aunque Presidente y ministros digan que no. Como otros fenómenos de la política, el pato cojo no se declara ni se niega: sucede. Sus expresiones más visibles son la salida de ministros y altos funcionarios, el desapego de los candidatos, el desinterés por lo que hace, las escasas iniciativas que alcanza a proponer y, en fin, la idea general de que nadie desea más de lo mismo. Y hay otras, más profundas.
Esta semana, el presidente decidió sacar al ministro de Agricultura, un cambio menor bajo cualquier estándar. El problema es que se trataba de un castigo al Frente Regionalista Verde Social, uno de sus aliados, por no obedecer el llamado a conformar una lista parlamentaria única del oficialismo. Desde ese día sabemos que en verdad no era un llamado, sino una orden, y que el presidente la cobraría con un gesto cesarista. Por supuesto, el objeto de la represalia no era el ministro, sino el líder del FRVS, Jaime Mulet, que necesitaba una lista propia para evitar que su partido desaparezca por obtener menos de cuatro diputados.
Mulet planteaba un problema de sobrevivencia particular, mientras el Presidente veía un problema de unidad general. El desafío de Mulet era táctico. El del Presidente, un mantra, una creencia anterior a la Segunda Guerra Mundial, que sobrevive como una marca de identidad de buena parte de la izquierda.
El despido del ministro de Agricultura creó una oportunidad para que también renunciara el ministro de Hacienda, que la venía buscando con la poderosa razón del cuidado de un hijo. Hacienda es una pieza mayor del gabinete, una viga estructural en su credibilidad. Las limitaciones del Presidente para reemplazarlo se expresan bien con el hecho de que haya trasladado allí al ministro de Economía, Nicolás Grau. A Grau le ha costado una barbaridad, mucho más de lo normal, proyectar cierta competencia en Economía; no es claro si, habiéndolo conseguido, pueda retener esa ganancia durante siete meses en uno de los cargos de mayor visibilidad del gobierno.
Dos cosas rodean el caso Mulet. La primera es que Mulet no ha quebrantado ninguna ley; solo ha hecho un uso extremo y astuto del sistema político generado en las reformas del 2015 y, ante la insolidaridad del resto del oficialismo, ha levantado una “lista-patchwork” que, en efecto, en algunos casos es muy amenazante para los candidatos de la izquierda oficial y en algún otro ni siquiera apoya a su candidata presidencial. Pero ha sido el gobierno, y en especial el Presidente, quienes se resistieron a modificar el sistema político cuando aún había tiempo para hacerlo. El ministro Álvaro Elizalde debió guardarse un proyecto de reforma que, aunque modesto, podría haber ordenado algo de ese panorama. Prohibir a un tercero que use un sistema que uno ha propiciado y sostenido es una exigencia un tanto esquizoide.
Lo segundo, más de fondo, tiene que ver con la “unidad de la izquierda”. El Presidente ha consumido muchas horas de teléfono persiguiendo este propósito en estas últimas semanas, para que se tradujera en el corsé de la lista parlamentaria única. Pero, en realidad, más que un dispositivo de proyección, la “unidad de la izquierda” es un cerco. Y encima, anticuado. Desde los años de la Unidad Popular se constata que congrega a alrededor de un 30% de los votos. Ese es su piso y su techo.
No es solo una cuestión de votos, sino de proyecto. Los partidos sometidos a esa fidelidad no pueden diferenciarse, no pueden tener ideas de avanzada y no pueden desafiar las ideas que proceden del siglo XIX. La unidad se convierte en una religión con demasiados pecados. Visto en retrospectiva, la izquierda –o, mejor dicho, alguna izquierda– solo pudo salir de esos límites cuando rompió el dique ideológico del siglo XX, como ocurrió en el Chile de Lagos y también en gran parte del mundo occidental.
No se puede culpar a Boric de haber reinstalado esta fijación, sino solamente de creerla, no sin cierta conveniencia personal. En realidad, en los últimos años su promotora principal ha sido Michelle Bachelet, que creó con ella la Nueva Mayoría, un momento en el que, junto con algunas iniciativas originales, regresó la versión más anticuada del pensamiento socialista: su fe ciega en el Estado, su rendición ante los grupos de presión, su desconfianza en la democracia liberal. En esa ocasión Bachelet rompió el 30% gracias a la DC –en la última época en que importó– y otros grupos centristas. La DC ya no puede prestar esos servicios.
El Frente Amplio nació con esos sentimientos de fraternidad y encierro, fortificados con el desdén de los partidos viejos y con las acusaciones de incompetencia política. Como resultado, ha aprendido más a defenderse que a avanzar, a encerrarse que a ventilarse. La autocrítica es su déficit más visible, así como su éxito más significativo sea, tal vez, el de haber arrastrado a las generaciones mayores del Socialismo Democrático a compartir su lógica, apretando los dientes o mordiendo el polvo, apoyando la Convención Constitucional o entrando al gabinete, solo para descubrir, demasiado tarde, que la “unidad de la izquierda” ahora significa la hegemonía de otros.
Quizás el Frente Amplio consiga larga vida gracias a las capitulaciones que ha logrado. Ese podría ser el legado del Presidente. Pero será a costa de otros partidos de la izquierda cuya vida será más corta. Algo de esto se juega en la lista parlamentaria, aunque esta elección será un nuevo caos.
La derecha también es perseguida por la obsesión de la unidad, pero esa es otra historia. Lo que cuesta ver es por qué, con toda la evidencia histórica, y en un mundo tan fragmentado y desordenado como el actual, haya un sector político que pueda creer que la consigna de una unidad con mucho de artificio lo hará más vigoroso.
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