
Los argumentos de la intransigencia

Por Fabricio Franco, director de Flacso Chile
Decía Hirshman, intelectual que transitó entre la economía, la teoría política, la historia y la filosofía, al examinar los problemas del desarrollo de la segunda mitad del siglo pasado, que la perversidad, la futilidad y el riesgo son los argumentos que utilizan los intransigentes para cuestionar los avances de los derechos políticos, económicos y sociales.
La ampliación del sufragio universal más allá de cierto nivel de ingreso, género o nivel de educación; las limitaciones al trabajo infantil y las ocho horas; la reforma agraria; el derecho de sindicalización o la instauración del Estado de bienestar, fueron percibidos y argumentados en su momento con los peores presagios. Eran clases peligrosas participando en decisiones para las que no tenían competencias, incentivos perversos que promoverían la pereza e indolencia de las masas o, atentados a la libre iniciativa y a la inversión, que colapsarían la economía.
Ahora bien, fundamentalmente este debate sucedió en los primeros 60 años del Siglo XX en sociedades y sistemas políticos que son, a pesar de sus actuales magulladuras, el modelo de referencia global: las democracias occidentales. El resultado del proceso fue que no solo se robusteció el carácter representativo de sus sistemas políticos, se incrementó la cohesión y calidad de vida de sus ciudadana(o)s cerrando notoriamente las desigualdades, sino que, además, consolidó su dinámica económica. Dicho de otra manera y parafraseando a la Cepal (2018), mostraron que mayor democracia, cohesión social y productividad, forman parte de una misma y virtuosa ecuación.
Hoy, el país está en una encrucijada: ¿Cómo llegamos hasta aquí? Ciertamente, Chile cerró la brecha de la pobreza monetaria, pero el ingreso mensual que percibe el 50% de las personas ocupadas es igual o menor a los $400 mil (ESI del INE, 2020). Siguiendo los criterios que solemos utilizar, este sector formaría parte de la ¨vibrante¨ clase media baja que mejoró en estos 30 años su nivel de vida. Sin embargo, están sometidos a los dilemas de ingresos bajos, problemas de acceso a la salud y a una educación de calidad, pensiones reducidas e inseguridad ciudadana, que hacen de sus vidas una realidad precaria de dientes apretados que, producto de una enfermedad inesperada, el retraso de un par de cuotas de universidad o de un crédito hipotecario, conduce al despeñadero y/o a un espiral de endeudamiento.
El problema es evidente entre personas mayores, pero probablemente se amplifica entre ciudadanos más jóvenes, más educados, más integrados al mundo a través de los medios e Internet, que perciben una enorme brecha entre sus expectativas y los límites estructurales que la realidad les propone para materializarlos. Mientras más lejos de Santiago se encuentren, la brecha entre expectativas y posibilidades se hace más amplia.
La promesa del esfuerzo, de la capacidad individual, de la igualdad de oportunidades, de un nivel de formación mayor, como motores del ascenso social, son mantras que se han erosionado con el paso del tiempo. Las encuestas señalan que, con independencia al grupo etario, el género, el nivel de educación, las posiciones políticas o el nivel socioeconómico, la meritocracia como elemento central de legitimación del orden social está crecientemente en cuestión (Latinobarómetro, 2020; COES, 2021). Hoy, más bien aparece como una justificación de las élites para la exclusión, como señalaba Markovitz (2019).
En consecuencia, no es de sorprender que estemos viviendo un fin de ciclo con respecto a la forma en la que ha venido organizándose la sociedad y la relación entre ésta y el Estado, con los avances y retrocesos propios de este fenómeno. Sin duda, asistimos en medio de la discusión constitucional y la instalación del nuevo gobierno a un profundo debate ideológico con todas sus letras. Es decir, acerca de cómo se produce y distribuye la riqueza, quiénes son responsables de la provisión de los principales bienes y servicios públicos, cómo se toman las decisiones y cómo se procesa la participación política de los ciudadanos.
No hay duda que se tendrá un nuevo texto constitucional, mejor que el anterior, pero con elementos a perfeccionar. Un proceso tan corto (apenas un año), inevitablemente invita a ello. Sin embargo, vale la pena resaltar que el texto expresa el acuerdo de 2/3 de las y los convencionales elegidos democráticamente y, con niveles de aprobación de los artículos que en promedio ronda el 75% - 80%. Si un sector no logra permear o influir en el debate con sus propuestas, ¿es señal de que no se le escucha o que no se siguen las reglas acordadas? ¿Esto le da derecho a cuestionar la legitimidad de los acuerdos y proponer salidas ¨creativas¨?
En estas semanas, una crítica recurrente en los medios es la falta de conocimiento experto entre la mayoría de las y los convencionales, así como la masiva presencia de independientes fuera del sistema de partidos sustentando causas identitarias o agendas muy puntuales, sin una mirada más orientada al bien común. Esto explicaría, según sus autores, un proyecto de Constitución imposible, que refunda la República y que colorará al país al borde del abismo o cerca de los argumentos que Hirschman subrayaba.
Sin embargo, en estos años han abundado gabinetes de ministros y parlamentarios con notorias credenciales académicas, calidad profesional y capacidad de articulación y representación política que estas voces reclaman, pero que fueron incapaces de advertir y/o hacerse cargo del creciente malestar social y a una desafección a las instituciones representativas en aumento. Desde hace tiempo, se dispone de informes sobre la situación de las pensiones y se observan las movilizaciones sobre los problemas en la educación, el medioambiente o la discriminación de género. Hace una década que el 50% de la ciudadanía se restó del proceso electoral. Difícil negar que varias luces ámbar y rojas estaban encendidas. Hoy, algunos políticos, empresarios y tecnócratas, reconocen que no se aquilataron en su importancia estas señales. ¿Qué refleja esto? ¿Falta de expertise o percepciones o intereses distintos de la elite con respecto a los del resto de la sociedad?
Las críticas son bienvenidas, pero algunos de los argumentos sustentados pareciera que buscan privar de validez el debate constitucional, el documento que veremos en unos meses y el referéndum de salida. ¿Sentar las bases de un Estado de bienestar es tan radical que incluso justifica llamar a su deslegitimación?
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