
Parásitos en el Estado: hablemos de méritos, no de mitos

Una sola palabra, “parásitos”, bastó para incendiar nuevamente el debate sobre el tamaño y la eficiencia del Estado. Aunque el lenguaje de la provocación rara vez contribuye a una discusión seria, la controversia toca una fibra sensible: la creciente desconfianza ciudadana en cómo se utilizan nuestros impuestos. En América Transparente llevamos años exponiendo con datos el despilfarro y la captura política del aparato público, sobre todo a nivel municipal. Por eso, aunque la generalización es injusta con miles de funcionarios honestos, la pregunta de fondo es legítima. Sin embargo, para responderla, debemos abandonar los mitos y enfocarnos en el problema real.
El primer mito es el de las cifras. Se ha instalado la idea de que este gobierno contrató a “100 mil nuevos funcionarios”. Esto es falso. Los datos del Consejo para la Transparencia y la Dirección de Presupuestos muestran que el aumento real en el último año es cercano a los 9.400 empleados. Gran parte del crecimiento de los últimos años se explica por el traspaso de profesores y personal de salud desde el mundo municipal al Estado central, un mero cambio administrativo. Repetir cifras infladas no es fiscalizar, es desinformar y envenenar un debate que necesita rigor, no eslóganes.
El segundo mito es que “todos ganan sueldos millonarios”. ¿Es el sueldo promedio en el sector público más alto que en el privado? Sí, los datos lo confirman. Pero esta media esconde una realidad profundamente desigual. No es lo mismo un médico especialista en un hospital saturado que un operador político sin funciones claras contratado a honorarios en una municipalidad.
Nuestras investigaciones han demostrado que el verdadero problema no está en el funcionario de carrera, sino en las zonas grises donde la política captura al Estado: las corporaciones municipales que operan con opacidad, los cientos de asesores contratados por “confianza” tras cada cambio de gobierno y algunos directivos con salarios que superan con creces cualquier estándar de mercado. El problema no es el sueldo, sino la ausencia de mérito como criterio para acceder a él.
Y esto nos lleva al populismo, la respuesta más fácil y peligrosa a este diagnóstico. Proponer “despedir a 100 mil funcionarios” como una solución mágica es una irresponsabilidad monumental. ¿A quiénes se despediría? ¿A las enfermeras que nos faltan? ¿A los fiscalizadores que persiguen la evasión fiscal? ¿O se mantendrían los puestos de los amigos del poder?
Esta propuesta es un golpe de efecto que elude la única reforma que importa: la modernización estructural del empleo público. De nada sirve cortar cabezas si mantenemos intacto el sistema que permite el clientelismo. Nuestro Estatuto Administrativo, anclado en los años 80, no promueve el mérito, no evalúa el desempeño y facilita que cada gobierno de turno tome el Estado como un botín.
La verdadera audacia no es pasar una motosierra, sino atreverse a construir un nuevo pacto para la función pública. Un sistema donde se ingrese por concursos transparentes, se ascienda por capacidad demostrada y se desvincule a quien no cumple sus funciones, con un proceso justo.
¿Será imposible por la presión de los gremios? Sin duda es difícil. Pero la parálisis actual se debe más a la falta de convicción política que al poder sindical. Cuando una reforma es técnicamente sólida, se comunica con claridad a la ciudadanía y cuenta con un respaldo transversal, el costo de oponerse a ella de forma intransigente aumenta.
Dejemos de cazar fantasmas y de estigmatizar la función pública. El enemigo no son los funcionarios, sino un sistema que permite y premia el “amiguismo” por sobre la capacidad. La tarea es compleja y requiere coraje político, pero es la única vía para construir un Estado que esté verdaderamente al servicio de la ciudadanía y en el que todos y todas podamos volver a confiar.
Por Juan José Lyon, Fundación América Transparente.
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