Chilena que sobrevivió al Covid-19 en España: "Este es un virus que no discrimina, incluso a los jóvenes que a ratos nos sentimos invencibles"

"Llegué a Barcelona hace seis meses para estudiar un magister en educación inclusiva y atención a la diversidad. Soy psicóloga infanto-juvenil y todo lo que tenga que ver con necesidades educativas especiales siempre me ha fascinado. Me vine sola y mi pareja se quedó en Chile porque la prioridad, en este tiempo, era la de estudiar y luego volver con mayores conocimientos para así poder ayudar a niños que tuvieran distintas dificultades.
Hace un mes el director del magíster y profesor de uno de mis ramos llegó a hacer clases con fiebre. En ese minuto todo era bastante incipiente, por lo que nuestro primera reacción, entre risas y nervios, fue la de decirle "¿cómo vienes a la universidad? Obvio que tienes coronavirus". Él nos aseguró que estaba bien y todo procedió con suma tranquilidad. Esto fue el martes 3 de marzo. A la semana, empecé a sentir un profundo malestar físico.
El miércoles 11 me tomé la fiebre en clases –había llevado un termómetro por las dudas– y tenía 38 y medio. Le avisé a un par de compañeros y me dijeron que lo mejor era que me fuera a la casa. Desde la universidad habían mandado un correo, justo unos días antes, advirtiendo que si alguien presentaba síntomas o se sentía mal, se debían retirar. Advertencia que el mismo director no había considerado.
Llegué a mi casa y sentí un súbito aumento en la fiebre. Así aparecieron los primeros síntomas: sentí mucho dolor de cabeza y dolor en la espalda, pero por sobre todo fatiga y cansancio. Nunca tuve mucha tos.
Por ese entonces, en España no habíamos llegado a los 10.000 contagiados y la situación se había estado viviendo más bien a la ligera, muy distinto a lo que se ha dado en estas últimas dos semanas, en las que efectivamente se ha tomado conciencia al respecto. Pero para esa fecha, la gente seguía viajando en avión y los bares seguían llenos.
La primera aparición del Presidente, de hecho, bastante tardía, fue para informar que habían 10.000 contagiados –ahora vamos en 145.000–, pero desde ese día en adelante todo se precipitó de una manera muy vertiginosa. Las noticias mostraban cómo el Museo del hielo se había transformado en una morgue; cómo los profesionales médicos no tenían insumos básicos; y que los hospitales no daban abasto. La primera cuarentena oficial se decretó el 14 de marzo. Ya en esa fecha había quedado claro que no había nada de ligero en todo esto.
Comenzaron, a su vez, las iniciativas vecinales, los aplausos a las ocho de la noche y salieron los músicos a sus balcones para musicalizar el barrio y subir los ánimos. Todo era caótico. No había certezas de nada. Y estábamos todos aterrados.
Al día después de haber sentido los primeros síntomas, pedí una hora con medicina general a través de mi seguro médico. Les conté que sospechaba estar contagiada y que había intentado comunicarme todo el día con el 061 –hasta entonces la única línea habilitada para contactarse con el área sanitaria y avisar que estabas presentando síntomas, luego se habilitaron más– pero que no había tenido respuesta. Logré conseguir una hora médica, el doctor me revisó y me dijo que estaba con una infección. Me dejó antibióticos y medicamentos para tratar un catarro infeccioso, y efectivamente me bajó la fiebre. Al día siguiente, me llamaron desde la universidad para avisarme que nuestro profesor había dado Covid-19 positivo y que yo figuraba en la lista de personas con las que había tenido contacto.
Estaba en el metro cuando me entregaron esta información, y me largué a llorar de angustia. Porque lo primero que me vino a la cabeza fue que estaba en un vagón lleno de personas y posiblemente los estaba contagiando a todos. Me había convertido, en ese minuto, en una chilena en el extranjero que no contaba con el seguro social local y que no sabía ni dónde ir ni qué hacer. Me bajé del metro y me fui caminando a la casa.
Los síntomas siguieron y al día siguiente logré hacerme el examen en un hospital de la ciudad. Dije que me sentía mal y que había estado cerca de alguien contagiado. Califiqué para hacerme el Frotis, pese a las sugerencias médicas que pedían que si uno era joven y saludable, no se hiciera el examen. Esa noche me dolió mucho el pecho –hacia el pulmón derecho– y logré contactarme con un doctor del hospital. Pasó un día y los resultados del examen no llegaban. Mi ansiedad aumentaba más que nada porque no contaba con ninguna respuesta. No sabía si salir a comprar, si resguardarme por completo y no tenía a quién recurrir. En mi octavo día con síntomas, le volví a escribir al doctor y le pedí que buscara mi ficha. Aun no tenía respuestas. Me llamó a las 12:30 de la noche para decirme que efectivamente había dado positivo y que ojalá me fuera de inmediato al hospital. Fui sola y asustada, caminando, con mascarillas y guantes. Y en el camino hablé con mi mamá y con mi pololo.
Estuve 13 horas en el hospital, en los que me hicieron una resonancia de tórax y varios exámenes, antes de que llegara un doctor chileno a decirme que tenía una pulmonía en el pulmón derecho y me tenían que hospitalizar. El tratamiento, según me explicó, era experimental –aun no hay estudios y todo se estaba dando en la marcha– y yo tenía que consentir. A esas alturas, el dolor y malestar físico era tal, que simplemente le dije que sí. A las 14:30 de la tarde siguiente pasaría una ambulancia por mí y otros contagiados y nos llevarían a una clínica que había facilitado dos pisos para recibir a pacientes con Covid-19. Estuve seis días hospitalizada.
Ahí me sentí agobiada. Estaba sola, lejos de mi red de apoyo y entre todo lo que me estaban dando –tomaba retrovirales y me pasaban corticoides y paracetamol por las venas– mi malestar aumentaba. Luego supe que era por los efectos secundarios de los retrovirales, pero que en realidad estaba mejorando. Sin embargo, durante los primeros días sentía que me estaba enfermando más estando ahí.
Lo mejor de mi día era cuando llegaba la doctora y la enfermera. A ellas les debo mi vida, porque me explicaron todo, me cuidaron e incluso me hicieron cariño en la espalda cuando vomitaba por el dolor. Vi cómo se vestían y desvestían con trajes especiales cada vez que entraban a mi pieza. Incluso, un par de veces, puse a mi mamá y hermana en alta voz para que hablaran con ellas y se quedaran tranquilas. Hasta que me avisaron que me darían de alta. No lo podía creer. La felicidad no cabía en mí.
Mirando hacia atrás, me doy cuenta de que viví una situación muy difícil en la que pasé por todo tipo de emociones. Uno no se da cuenta cómo afecta hasta que se pone a hablarlo en voz alta. No estaba cerca de mi familia, no sabía si iba a mejorar y durante mucho tiempo reinaba la incertidumbre: ¿Qué me estaban metiendo? ¿Qué iba a pasar? Pero lo que más sentí fue un estado de alerta o de shock, más que miedo. Porque en esa instancia no hay tanto espacio para el susto, hay más bien una actitud de "tengo que salir de esto". Incluso, diría, tuve unas reacciones más maniáticas, y trataba de transmitirle a mi familia que todo estaba bien.
Soy muy consciente de que tuve suerte y fui una privilegiada, porque ya hemos visto que no todos salen de esta situación. Y por eso es importante generar conciencia al respecto, saber que es un virus que no discrimina –incluso si nosotros los jóvenes nos sentimos invencibles a ratos– y, por sobre todo, saber que si no nos cuidamos por nosotros, al menos cuidémonos por el resto. Cuando me dieron de alta, el 25 de marzo, me fueron a dejar a mi casa en una ambulancia con un señor de 71 años que también se había recuperado y que no veía la hora de ver a su señora. Eso me emocionó mucho.
En estos días que he estado en mi casa recuperándome, aun me dan ganas de llorar. Cuando me siento mal pienso en lo privilegiada que fui y también en que, entre la revolución hormonal y la carga de medicamentos, es muy factible que me bajonee. Por eso estoy monitoreando muy de cerca mi ánimo y haciendo lo posible por cuidarme. Lo que viví me permitió sin duda dimensionar más lo que tengo, y al final estoy muy agradecida de todo. Siento que aprendí y salí de esto más fuerte.
Mi plan ahora es no tener planes. Mucha gente está volviendo a sus países de origen, pero yo todavía no me he sentido llamada emocionalmente a hacerlo. Estoy recién disfrutando de algo tan básico como el sentirme bien y estoy pudiendo hacer cosas simples que ayer me costaban o me cansaban. Estoy enfocada en el día a día y me estoy permitiendo realizar actividades que me gustan, con mucha calma.
Sé que la situación no es así para todos, pero también sé que este virus vino a truncarnos los planes, así que planificar sería desafiarlo. He visto la lucha de los sanitarios de tan cerca, además, que me siento parte de lo que está viviendo este país. Por ahora quiero estar acá y no quiero dejar esta ciudad de esta manera: tan desolada. Estoy apostando por verla resurgir".
Camila Massis tiene 33 años y es psicóloga infanto-juvenil.
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