Paula

¿Debemos ver, escuchar o consumir los contenidos de un abusador?

Este 18 de junio se volvió a transmitir en Canal 13 el primer capítulo de Soltera otra vez, la teleserie dirigida por Herval Abreu. Una producción que cuando se estrenó, en 2012, marcó récords en el rating de la televisión nacional. Desde su primera emisión a la fecha han pasado ocho años, pero la decisión del canal de volver a exhibirla se debe, según han informado, a la modificación de la parrilla programática que todos los canales se han visto obligados a ejecutar en tiempos de pandemia, en los que la cantidad de horas frente a la televisión aumentan.

Fedra Vergara, actriz perteneciente a la Red de Actrices Chilenas y una de las siete denunciantes en el caso de Herval Abreu, se enteró de esta noticia por un comercial que escuchó en la radio. Supo, apenas identificó la melodía, que se trataba del retorno de la teleserie a la pantalla chica. Nadie le avisó, ni a ella ni a las otras seis mujeres que hace dos años realizaron una denuncia en contra de Abreu por acoso, abuso y violación. Inevitablemente lo primero que pensó fue que el sistema judicial no había avanzado a la par con la sociedad. “Lo que más me preocupa de la re exhibición de Soltera otra vez es la muestra clara y evidente de la impunidad que existe con respecto a los agresores sexuales. Esta impunidad implica que se sigue instalando la idea en el inconsciente colectivo de que aunque se haya cometido un delito, y aunque haya quedado la escoba en su minuto, igual el acusado va a mantener su posición de poder. Eso me preocupa más que mi propia revictimización, porque me habla de una estructura mucho más grande”, dice.

Las acusaciones de abuso sexual contra el realizador y productor de teleseries fueron visibilizadas en abril del 2018 en la revista Sábado, en un reportaje en el que siete mujeres, entre ellas Fedra, dieron cuenta de haber sufrido experiencias de acoso, agresión y abuso sexual cometidas por Abreu. Las víctimas fueron amparadas de inmediato por la Fundación para la Confianza, cuyo equipo decidió patrocinar el caso y proveer a las sobrevivientes de asesoría legal y contención psicológica. Pero en marzo de 2019, Abreu fue sobreseído por la justicia en cuatro de los cinco casos que se encontraban en investigación.

Nunca fue declarado inocente. Pero tampoco fue declarado culpable, pese a la acreditación por parte de la fiscalía de que los testimonios de las denunciantes eran reales. “Las personas vamos por un camino y las instituciones van por otro. No existen protecciones para la víctima y si el sistema judicial no las ofrece, no tendríamos por qué esperarlas por parte de un canal. A pesar de eso, hubo una pequeña victoria o retribución en el hecho de exponer públicamente una situación así. Nos expusimos, todos nos cuestionaron y tuvimos que revelar aspectos íntimos de nuestras vidas que nadie tendría porqué hacer públicos, pero al instalar este tema y al cuestionar ciertas conductas, corrimos un poco los límites”, dice Fedra. “Las estructuras legales oficiales tienen que avanzar como lo hemos hecho nosotras a nivel social; en este último tiempo las mujeres hemos adquirido mayor conciencia y hemos empezado a dialogar entre nosotras, con mucha fuerza. Fue un pequeño pasito para todas las que estamos de acuerdo con esto”.

Para Fedra, la opción de elegir de manera consciente el contenido que consumimos –y, a su vez, el que le entregaremos a las futuras generaciones– es clave. “Me encantaría que hubiera una ley que dijera que la persona que fue acusada de agresiones sexuales que no son tipificadas como delito, no tuvieran –por ética o por normativa interna– un lugar en la televisión abierta. Pero mientras eso no suceda, la principal herramienta que tenemos es reflexionar sobre lo que consumimos y dejamos de consumir. Si lo tomamos como un acto consciente, podemos mover límites y crear sociedades distintas”.

La discusión es antigua y ha sido difícil, a lo largo de los años, llegar a un consenso absoluto. En tiempos en los que el movimiento #MeToo ha tenido repercusiones a nivel mundial, ¿se puede realmente separar al artista de su obra? ¿Se puede, en ese caso, consumir contenido creado por alguien que ha hecho daño? ¿Dónde se pone ese límite? Porque la disyuntiva –y posterior decisión personal e individual–, es una a la que muchas y muchos nos hemos tenido que enfrentar.

Según la abogada litigante del Estudio Jurídico AML Defensa de Mujeres, Paloma Galaz, más allá de la decisión individual debiese existir una ley que prohíba la transmisión en un canal abierto de contenido sexista creado por una persona acusada. Pero como explica la abogada, no existe una protección más amplia que se aplique en este tipo de casos. Más allá de las medidas cautelares que pudiese decretar un tribunal de competencia penal, tales como la prohibición de acercamiento a la víctima, firmas mensuales o la prisión preventiva en ciertos casos, escasea el entendimiento de que la protección debiese ser integral.

“El sistema entiende que debe proteger la integridad física de la víctima más que su dignidad e integridad amplia. No las protege de la revictimización. Y por lo mismo, no hay un mecanismo dentro del sistema que previene la reproducción de cierto contenido por ser vulneratorio de los derechos de las víctimas. No existe, de hecho, un estatuto de víctimas como sí lo existe respecto del agresor. Por lo tanto, es un sistema que protege especialmente los derechos de los imputados”. En este sentido, volver a transmitir un contenido cuyo creador fue cuestionado y acusado de violencia sexual implica, según Galaz, que en lo práctico no existan consecuencias reales y que el agresor siga fortaleciendo su posición de poder.

Hace poco, la publicación en español de la autobiografía del director de cine estadounidense Woody Allen –acusado de violación y abuso sexual y quien en 1997 se casó con la hija de su por entonces pareja, Mia Farrow– volvió a abrir el debate. Así también lo hizo el estreno del trailer de la película de Pedro Lemebel, quien también fue acusado de mantener relaciones íntimas con menores de edad. Y en su tiempo, fueron Roman Polanski, William Burroughs, Richard Wagner, Sid Vicious y una serie de artistas y creadores.

En 1985, la artista cubana Ana Mendieta murió producto de una supuesta caída del piso 34 de su edificio en Nueva York, donde vivía junto a su marido y escultor, Carl Andre. Antes de su muerte, los vecinos habían escuchado a la pareja discutir violentamente, por lo que el principal sospechoso pasó a ser él. Fue detenido y acusado de asesinato. Pero luego de tres años, fue absuelto, y hasta la fecha su obra se sigue exponiendo en distintas galerías a nivel internacional. “Uno podría respaldarse en el hecho de que no hubo un juicio final que lo declarara culpable”, explica la curadora e investigadora de arte, Carolina Castro, “pero de todas formas de ahí se desprenden una serie de temas éticos que tienen que ver con el abuso de poder y la presencia del hombre artista por sobre la de la mujer”.

La pregunta entonces también radica en qué es lo que hemos dejado de ver por la predominancia de hombres en las industrias creativas. Como planteó la periodista Alyssa Rosenberg en un artículo reciente de The Washington Post: “El conocimiento que tenemos de Woody Allen no cambia sus películas, nos cambia a nosotros, porque sus tramas que antes nos parecían geniales, ahora son incómodas”.

La esfera social

El filósofo y académico de la Universidad Diego Portales, Martín Hopenhayn, argumenta que hay una zona autónoma del consumidor de cultura que es una zona en la que no debiera entrar el otro. Y hay, por otro lado, ciertos espacios de consagración –como Hollywood– en los que el Estado tiene una responsabilidad. Ahí hay que tener el criterio de bloquear, como lo hizo en su minuto Netflix con la serie House of Cards cuando se presentaron antecedentes que implicaban al protagonista Kevin Spacey. “Todo es cuestión de dónde se pone el límite. Como consumidor no voy a dejar de leer a Freud o Nietzsche y no le tengo temor al juicio que se me haga por eso, pero es muy distinto que un canal nacional reproduzca el contenido de una persona acusada. Ahora, ¿hasta qué punto las decisiones son personales o sociales? La mejor metáfora de eso es la del coronavirus; si nos sustraemos a la cadena de contagio, contribuimos a que el virus desaparezca”, explica. “Eso llevado al posible consumo o no de contenido cultural en parte consagra como mecanismo punitivo la reacción de la gente y las redes, en vez de que el mecanismo de sanción sea el que realmente tiene que ser. Es decir, el sistema judicial. Entonces, se da por la falta de lo otro”.

José Andrés Murillo, doctor en filosofía y director ejecutivo de la Fundación para la Confianza, organización que trabaja en la prevención del abuso sexual infantil y el acompañamiento integral a las víctimas de abuso, y que apoyó a las denunciantes del caso de Herval Abreu, explica que aunque en Chile no sea considerado delito por las circunstancias en las que ocurrió, lo que vivieron las denunciantes es abuso sexual. “Si no hay resistencia de parte de las víctimas se presume consentimiento, pero de qué consentimiento estamos hablando en circunstancias de manipulación y asimetría de poder”, explica Murillo. “Por eso, lo importante es mantener viva la discusión para cambiar la legislación y actualizar la tipificación de los delitos de abuso sexual. Y a modo simbólico, la televisión debiera hacer un gesto y declarar que considera inaceptables las vulneraciones sexuales de las que fueron víctimas las denunciantes”. Como explica la abogada Paloma Galaz, para que una violación a una persona mayor de 14 años sea considerada como tal, tiene que contar con una serie de circunstancias especiales, como que haya mediado la fuerza o la intimidación o que el agresor se haya aprovechado de una discapacidad mental de la víctima. Es decir, no basta penalmente el decir “no” para que el sistema lo considere un delito.

Como explica el psicoanalista especialista en trauma y académico de la Universidad Diego Portales, Felipe Matamala, lo primero que hay que entender en materia del proceso de reparación por la que pasan las víctimas de abuso sexual y violación a sus derechos humanos, es que lo que puede ser aun más doloroso que el evento traumático en sí, es la desmentida u omisión de la experiencia de abuso. Y es que cuando uno es víctima de abuso se genera una sensación de vergüenza, y esa sensación –y posterior silencio– se ve acrecentada por la incapacidad que tienen los gobiernos y el sistema judicial de entregar una reparación oportuna.

En ese sentido, la psicóloga clínica y forense, y también académica de la Universidad Diego Portales, Guila Sosman, señala que las víctimas tienen el derecho al olvido y el derecho a pasar por un proceso de elaboración, resignificación y reparación para poder cerrar. Pero si el agresor sigue ahí, este proceso se ve impedido. “Eso tiene que ver con que el reconocimiento de la gravedad de los hechos pase porque haya algún efecto en el agresor. Cuando no hay una sentencia o condena y el agresor sigue haciendo su vida relativamente normal, da mucha impotencia”, explica. “En ese sentido, dejar de ver películas de personas que han violentado, tiene que ver con el poder de la sociedad de condenar a esa persona. Y tal vez ya no pedirle al Estado ni al Ministerio Público, sino que condenarlo en la esfera social”.

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