Paula

Criar a la distancia: el desafío de la maternidad transnacional

Claudia, Elena y Antonia cuidan desde lejos, a miles de kilómetros de sus hijos. Llegaron a Chile buscando mejores oportunidades, pero la maternidad —vivida a la distancia y marcada por la culpa, el amor y la espera— les impone una forma de criar que desafía el cuerpo y el corazón. En un país donde las mujeres migrantes enfrentan discriminación laboral, ellas luchan por sostener sus familias desde lejos.

Migrar en busca de mejores oportunidades o condiciones de vida es una práctica tan antigua como la humanidad. Pero para Claudia, Elena y Antonia, este viaje arrastra una carga emocional profunda: ser madres a la distancia.

Claudia Díaz, colombiana, llegó a Chile en 2017. Elena Hidalgo, cubana, se instaló en el país en 2010. Antonia, venezolana, prefiere mantener su nombre en reserva debido a su situación migratoria irregular. Tras una larga travesía, arribó a Chile en 2019. Para las tres, la tecnología se ha convertido en un salvavidas emocional: un puente virtual que las mantiene conectadas con sus hijos. Pero ese lazo digital no silencia las preguntas internas ni el juicio externo. “¿Y si algún día no me reconoce como su madre?”, confiesa Claudia con angustia.

Dejarlos no fue una decisión sencilla. Las circunstancias económicas y sociales las empujaron a tomar el camino de la migración, dejando atrás la cotidianeidad con sus hijos para asegurarles un futuro mejor. Según las investigadoras Hondagneu-Sotelo y Ávila (1997), esta forma de maternidad ejercida a través de las fronteras se conoce como maternidad transnacional.

“Antes de venir a Chile, mi hija me dio un peluche y me dijo que durmiera con él para recordarla siempre. Lo tengo en mi cama, está ahí las 24 horas”, cuenta Claudia. Elena, en cambio, sueña con un futuro más cercano: “Mi sueño es simple: nosotras unidas”. Para Antonia, el horizonte está en la educación: “Mi sueño principal es que ellos vayan a la universidad”.

Antonia: un anillo, tres hijos y un sueño por cumplir

Antonia tiene 42 años y es venezolana. Por motivos de su situación migratoria, ha preferido utilizar un nombre ficticio para este reportaje. En 2019, abandonó su país con apenas algo de ropa, su pasaporte y un anillo de graduación como único símbolo de una vida pasada. La grave crisis económica en Venezuela había hecho imposible seguir adelante, sobre todo tras un episodio que cambió el rumbo de su historia: su hijo mayor se desmayó por hambre en plena jornada escolar. “Eso fue un jueves, y el domingo ya me había ido”, recuerda con la voz aún quebrada por la emoción.

Administradora y diseñadora de modas, Antonia había llevado una vida estable junto a su esposo, quien trabajaba en la industria petrolera. Pero la crisis lo cambió todo. Un salario de cinco dólares mensuales hacía imposible alimentar a su familia. Sin opciones, tomó la decisión de partir sola en busca de un futuro mejor. “Uno no deja su país porque quiere. Me fui porque no podía seguir viendo a mis hijos pasar hambre”.

El trayecto no fue sencillo. Cruzó la frontera hacia Colombia y vendió su anillo de graduación para costear el pasaje que la llevaría a Ecuador, donde pasó un año entre Quito y Cuenca. Pero las condiciones no mejoraron, y en 2019 subió a un bus rumbo a Chile. La travesía incluyó noches en terminales, miedo constante a que alguien plantara algo en su maleta, y un primer intento fallido de ingreso al país. “La PDI nos regresó a todos en la frontera. Fue horrible. Dormí en el terminal de Tacna con un grupo de personas que conocí en el camino. No podía dormir bien pensando en los riesgos”. Un consejo de una amiga le dio el impulso para intentarlo de nuevo: “Cámbiate, arréglate y responde con la verdad”. La segunda vez, logró cruzar.

Ya en Chile, encontró trabajo en un taller de costura gracias a una tía de su exesposo, quien trabajaba como asesora del hogar en Padre Hurtado. Pero el salario no alcanzaba. A los pocos meses, Antonia comenzó a buscar nuevas oportunidades y terminó haciendo múltiples turnos nocturnos cuidando personas en residencias. “No era mi profesión, pero me movía entre varios hogares, cubriendo turnos, y en mis días libres trabajaba en talleres”.

Antonia sueña con un futuro distinto para sus tres hijos, de 15, 17 y 19 años. La separación ha sido dolorosa, pero la tecnología ha ayudado a acortar la distancia. Durante los primeros años, la conexión fue esporádica debido a la mala calidad de internet en su zona de origen, pero con el tiempo lograron comunicarse con regularidad. “Ayer llamé porque a mi hija le dieron un premio a la excelencia. Vale la pena, claro que vale la pena”, dice con una mezcla de orgullo y nostalgia.

Aunque la maternidad transnacional ha transformado su vida, Antonia se aferra a los pequeños triunfos que dan sentido al sacrificio. “Cada vez que a mi hija le va bien, recuerdo el camino que tomamos. Le digo: acuérdate de la montaña que cruzamos. Eso nos trajo hasta aquí”.

Elena: una hija y un reencuentro en pausa

Elena, cubana de 52 años, decidió migrar a Chile impulsada por la necesidad económica. Fue su entonces suegra quien le propuso venir de visita, y cuando llegó el 3 de agosto de 2010, le ofreció trabajo en el área de Contabilidad. En ese momento sintió angustia: no quería estar lejos de su hija Claudia, que tenía apenas 10 años. Aun así, pensó que haría todo lo posible para reunirlas pronto, ya fuera trayéndola a Chile o ahorrando para regresar a Cuba.

Con el tiempo, al ver una mejora en su situación económica, decidió que la mejor opción era traer a su hija. Sin embargo, el proceso ha sido complejo debido a los requisitos migratorios. “Cuando los hijos cumplen 24 años, el Estado chileno los considera adultos. Entonces ya no les sirve la opción de reunificación familiar. He tenido que intentarlo con visa de turismo, pero no están se las están aprobando a los cubanos específicamente, porque no pasa con todas las nacionalidades”, explica.

Hoy, Elena ha decidido establecerse de forma definitiva en Chile junto a su marido. Obtuvo la residencia en 2013 y está en proceso de solicitar la nacionalidad. Aun así, ambas —madre e hija— han tenido que transitar un desapego forzoso. “Nos llevamos súper bien, tenemos proyectos juntas y todo, pero ese desapego emocional siempre queda. No es lo mismo ver de cerca cómo crecen tus hijos, disfrutar de todas sus etapas, que tener que enterarte por teléfono”.

La tecnología ha sido su aliada, aunque no sin dificultades. El acceso a redes sociales y plataformas digitales en Cuba está restringido, y las condiciones de vida se han agravado desde la pandemia: hay escasez de alimentos, insumos, transporte, luz y agua. A pesar de todo, Elena nunca dejó de comunicarse con su hija. “En Cuba no había WhatsApp cuando yo llegué a Chile. Todos los fines de semana iba a llamarla a un ‘caracol’, porque era la única forma que tenía para hablar con ella. Cuando se instaló WhatsApp y mejoró la conexión, empezamos a hacer videollamadas. Ahora hablamos todos los días”.

Elena valora profundamente la madurez con la que Claudia ha vivido este proceso, desde los 10 hasta los 25 años, incluso en momentos duros, como cuando enfermó o cuando terminó su carrera de Odontología. A pesar de la distancia, Claudia reconoce el esfuerzo de su madre: “Mi hija siempre decía: tú eres la mamá a distancia más cercana que he conocido. Porque siempre le hacía llegar todo lo que necesitaba, hasta lo más mínimo. Ya fuera la remesa mensual o cualquier otra cosa que le hiciera falta”.

Claudia: una hija, una comunicación constante

Claudia, colombiana de 37 años, trabaja como auxiliar de limpieza en la Clínica Universidad de los Andes. Migrar no fue una decisión fácil. La motivaron dos razones principales: una ruptura sentimental y la falta de oportunidades en su natal Cali, en el Valle del Cauca.

“Fueron seis horas de viaje en avión llenas de sentimientos encontrados”, recuerda. “Me pegó muy duro separarme de mi madre, lloré mucho en el avión. Ya llegando acá sentía muchos nervios; tenía la incertidumbre de venir sin conocer a nadie, así, a ciegas. Sentí mucho temor, pero gracias a Dios me fue bien”.

Después de ocho años en Chile, Claudia aún no tiene familiares en el país, aunque ha formado vínculos importantes con compañeros de trabajo. A diferencia de muchas personas migrantes, no tuvo problemas con la documentación: “Para mí fue fácil sacar los papeles, nunca tuve inconvenientes. Todo se dio muy rápido”.

Su hija, Celeste, tiene seis años y quedó al cuidado de su abuela en Colombia. Aunque están separadas, se comunican a diario por WhatsApp y videollamada. La tecnología ha sido fundamental en su relación, pero no disipa la carga emocional. “Día a día lucho con ese vacío y el temor de que mi hija no me reconozca como su madre”, confiesa. Aunque aún es pequeña para comprender del todo la distancia, a veces expresa su tristeza. “Me ha dicho dos veces que me extraña, que quiere estar conmigo. Ahí es donde a uno le pega fuerte y se quiebra harto”.

El día a día de Claudia en Chile gira entre el trabajo y el hogar. La carga económica es constante. “Tengo obligaciones aquí y allá. Mantener dos hogares no es fácil”, explica. Además, criar a distancia tiene sus propias complejidades. “Uno quiere criar a su hijo a su manera, pero estando lejos es complicado. Las abuelas son más flexibles, y eso a veces choca, porque la crianza de antes no es la misma que la de ahora”.

Claudia también ha tenido que enfrentar juicios y críticas, incluso dentro de su familia. “Me dicen que mi hija es infeliz porque no tiene ni un papá ni una mamá presentes”, dice con tristeza. “A veces me cuestiono si tienen razón, pero luego recuerdo que no estoy aquí por gusto, sino por necesidad. Si me quedo allá, ¿cómo la mantengo?”.

Hace un tiempo intentó regresar a Colombia para estar con Celeste, pero la realidad económica la obligó a volver a Chile. “Allá estuve un año y nueve meses, pero cada día la situación era más crítica. Llegó un momento en que no tenía ni para darle un desayuno. Entonces, ¿de qué me servía ser una madre presencial si no podía mantenerla?”.

El sacrificio emocional de las madres migrantes

En los últimos años, la migración femenina en Chile ha crecido de manera significativa, lo que ha traído consigo una serie de desafíos en diversos ámbitos de la vida de estas mujeres. Según Macarena Medel, trabajadora social y encargada de la oficina de Santiago de la Fundación Servicio Jesuita a Migrantes (SJM), especialista en temas migratorios, las mujeres que llegan al país provienen principalmente de Venezuela, Haití, Perú y Colombia. La mayoría de ellas asume el rol de jefa de hogar, buscando mejores condiciones de vida para ellas y sus familias.

Entre este grupo de mujeres migrantes, existe una minoría que decide emigrar no solo para mejorar su calidad de vida, sino también la de los hijos que dejan atrás en su país de origen. Medel explica que “la búsqueda de esta mejor calidad de vida también es por sus hijos y ese dejarlos allá, dejarlos en el país de origen, no verlos, no ver su crecimiento, es súper duro para ellas”. La separación, de hecho, afecta profundamente a las madres que enfrentan la maternidad a distancia, ya que no pueden acompañar el crecimiento de sus hijos ni ser parte de su día a día.

Las consecuencias psicológicas y emocionales de esta separación son profundas. Vivir lejos de sus hijos o hijas, implica un desafío constante para estas mujeres. Sin embargo, los programas de apoyo psicológico para migrantes son limitados y, en muchos casos, no están adaptados a las necesidades lingüísticas y culturales. “En Chile hay poco acceso a la salud mental y más para las mujeres migrantes. La mayoría no tienen muy buenas condiciones económicas, entonces también es más difícil acceder”, comenta Medel, resaltando las dificultades que enfrentan estas mujeres al buscar apoyo emocional y psicológico.

La Fundación SJM, en este contexto, se convierte en un espacio crucial para muchas de estas mujeres. “Dependiendo del caso, algunas vienen como bien descompensadas, hay algunas que necesitan contención emocional o incluso tener espacios de conversación”, señala Macarena Medel. La fundación ha implementado espacios de conversación en los que las mujeres migrantes pueden compartir sus experiencias, reflexionar sobre lo que ha significado dejar su país y ejercer la maternidad a distancia. Además, estas instancias les permiten hablar sobre las situaciones de discriminación o xenofobia que pueden enfrentar en Chile.

Para Elena, el día a día es complicado, con altibajos emocionales. “Cuando llegué acá, sabía que la carencia en mi país existía, sobre todo de la parte de comida, pero no lograba disfrutar sabiendo que mi hija no los podía tener, ¿entiendes? Entonces es complicado sin mi hija”.

“Mi meta es lo antes posible reunificarme con ella, ya no veo la posibilidad de que sea acá en Chile, pero ojalá podamos hacerlo en el país donde ella se establezca definitivamente”, dice.

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  • Este reportaje fue escrito por los estudiantes del Taller de Reportaje Escrito e Interculturalidad de la Usach: Jesús Muñoz, Carolina Prats Campos, Samantha Rodríguez, Agustín Vargas y Juan Vilo. Profesora: Paula Huenchumil.
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