Hablemos de amor: Lo que sé del amor me lo enseñaron mis abuelos
Los abuelos de Kevin no hablaban de amor, pero lo encarnaban. Gracias a sus gestos sencillos y cuidados constantes, él aprendió lo esencial: amar sin condiciones.

Cuando era chico, no me gustaba decir que vivía con mis abuelos. Siempre venía la misma pregunta: ¿Y tus papás? Y con ella, el silencio incómodo. La explicación que nunca tenía ganas de dar. Pero eso cambió. Hoy, si tengo que contar mi historia, empiezo por ahí: Mis abuelos me criaron. Y si ellos están orgullosos de mí, yo estoy aún más orgulloso de ser su nieto.
Mi abuela se levantaba antes que todos para calentarme la ropa en invierno. Me cocinaba aparte, a escondidas, para que nadie comentara mis mañas. Escuchaba todos mis sueños como si fueran posibles. No siempre los entendía, pero me miraba con una fe tan tranquila que yo terminaba creyéndomelos también.
Mi abuelo trabajó toda su vida sin descanso para que no nos faltara nada. Es de otra generación, de las que no dicen mucho, pero siempre me ha mirado con amor. Cuando empecé a trabajar en moda y a vestirme “distinto”, nunca me dijo nada. Me observaba con una mezcla de orgullo y preocupación, como si con los ojos quisiera decirme: cuídate. Como si pudiera protegerme en silencio.
Nunca me dijeron haz tu tarea, pero se sentaban al lado mío mientras la hacía. No sabían cómo ayudarme, pero estaban. Y eso alcanzaba. Su forma de querer era esa: acompañar. Estar cerca, confiar, impulsarme, incluso cuando no sabían por dónde iba el camino.
Con ellos aprendí que el amor no siempre hace ruido. Aprendí que el amor está en lo más simple: en el pan recién hecho de la once, en un ¿necesitas algo?, en la espera silenciosa en el portón cuando ya sabían que estaba por llegar.
Gracias a ellos fui a la universidad. Gracias a ellos sigo estudiando. Cuando les conté que me venía a España, no hubo reproches ni dudas. No me preguntaron si estaba seguro, ni me hicieron sentir que los estaba dejando. Solo dijeron: ¿Qué tienes que llevar?
Mi abuela me guardó dulces en la maleta. Mi abuelo, esa mañana, apenas me miró. Pero cuando lo hizo, sus ojos estaban distintos. No dijo nada, no lloró. Pero se le notaba todo. Como si, en silencio, estuviera despidiendo una parte de él. Ese día, sin palabras, me dijeron te queremos. Ese día entendí, con más fuerza que nunca, que eso era amor.
Mi abuela, que apenas sabía marcar un número, aprendió a usar el celular solo para poder llamarme. Cuatro años después, todavía se le confunde la diferencia horaria y a veces me llama a las dos de la mañana. Pero cada vez que leo en mi pantalla un ‘mami llamando’, se me iluminan los ojos. Y es que incluso a más de 10.000 kilometros, siguen estando.
Mi abuelo ya no me espera en la puerta, pero me traje su chaqueta. Y cuando me la pongo, lo siento cerca. Cuando camino por ciudades que él nunca conoció, pienso que todo esto -de alguna forma- también es suyo.
A veces cocino con más ganas, solo porque quiero que mi casa huela un poco como la suya. Amaso el pan, prendo el horno, y por un momento vuelvo. Vuelvo a la mesa, a su voz, a sus ojos.
No me alcanzan las palabras para agradecerles. El día que me gradué como el mejor de la carrera, les dediqué el discurso. El día que me titulé de mi máster en España, también. Y si algún día llego más lejos —más de lo que ellos o yo imaginamos—, va a seguir siendo para ellos.
Porque todo lo que sé de amor - y todo lo que soy- me lo enseñaron mis abuelos.
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